lunes, 16 de junio de 2014

Resentimiento

Hay enfermedades que causan terribles daños en el cuerpo, incluso la muerte. Pero existe un flagelo mucho peor que la más cruel y devastadora de las enfermedades: el resentimiento.
Un roce, una disidencia, diferencias; un gesto, rechazo, celos; un intercambio de palabras al que en su momento no se le dio la suficiente importancia… pueden ser muchas las causas que lo generan. Lo realmente terrible es que comienza con un acto aparentemente sin mayor relevancia y sutilmente va desarrollándose, creciendo, tomando fuerza, envenenando, devastando, erosionando; lenta, pero eficazmente el alma.
Sólo es cuestión de tiempo. Pueden ser horas, días, incluso años. El resultado final es exactamente el mismo. Una causa a la que, antes no se le prestó la debida atención o no fue resuelta como correspondía en su momento, hoy genera una molestia. Hoy es un rechazo, pero mañana quizá sea odio ardiendo, quemando y corriendo literalmente como ríos de lava, devastando a su paso el alma y el espíritu.

El resentimiento es una herida del alma. Una herida dolorosa, muy dolorosa. Ha llevado a personas al asesinato y/o al suicidio en los casos más extremos. El dolor, por la misma puerta que entró es por donde deberá salir. No hay otro método. A menos que la persona que padece tal infección espiritual no haga algo al respecto, el final de la enfermedad es el mismo: cometer alguna clase de acto por el que deberá llorar amargas lágrimas de arrepentimiento; añadirle más dolor a su padecimiento. El resentimiento es la puerta dolorosa de una tumba en la que nos sepultamos nosotros mismos y con ello, nuestros sueños, vida, familia, relaciones.

Durante años guardé un intenso odio hacia un creyente que me estafó. Dormía mal, me encontraba con frecuencia en las noches dándole golpes a la almohada. Mi matrimonio se resintió y estuvimos a punto de separanos. Mi ministerio se vino abajo y pronto dejé de congregarme. Mientras, la otra persona siguió tal cual, sin importarle lo más mínimo mi sufrimiento. Me costó comprender que el único que se hacía daño era yo mismo, que estaba hundiendo mi propio barco y que con ello, arrastraba hasta el fondo del mar a mi familia y a quienes me rodeaban.
Pero una palabra de Dios me dio claridad y me liberó. Nuestro perdón no absuelve ni renueva el crédito al ofensor. Tampoco nos hace más vulnerables, no nos convierte en blanco nuevamente, del victimario. El perdón libera a la víctima de las tenazas de maldad con las que estaba atrapada.
El resentimiento es una puerta dolorosa que hay que reconocer, afrontar y volver a salir por ella. Va a doler, pero perdonar y dejar las cosas en las manos de quien corresponde, liberará tu alma.

Que el Espíritu del Señor se haga evidente en ti y seas liberado de las tenazas del resentimiento.

No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor. Así que, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer; si tuviere sed, dale de beber; pues haciendo esto, ascuas de fuego amontonarás sobre su cabeza. No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal.

 (Romanos 12:17-21 RV60)

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