“Le dijo la tercera vez: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijese la tercera vez: ¿Me amas? y le respondió: Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas”. Juan 21:17
Todos conocemos la historia de Pedro, un discípulo que confesó que Jesús era el Cristo, pero que lamentablemente, le negó en el momento mas difícil del Señor, antes de entregar su vida por amor a todos nosotros.
No se trata de culpar a Pedro por negar a Jesús, puesto que muchos de nosotros en algún momento de nuestra vida cristiana lo hacemos, ya sea con palabras, acciones o hechos. "Así que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra", porque hay momentos en la vida en los que negamos a Dios, bien porque nos sentimos mal por todo lo que nos está pasando, o porque simplemente decidimos hacerlo.
No hay duda de que todos aquellos que nos hacemos llamar cristianos amamos a Dios, pero todos tenemos nuestros momentos de rebeldía, momentos en los que, hasta dudamos de que Jesús está con nosotros.
Quizá estés pasando un momento difícil en el que te sientes desamparado por Dios, en el que por más que buscas una solución no la encuentras, uno de esos momentos por los que a ninguno de nosotros nos gusta pasar. Puede que hayas intentado con tus propias capacidades, salir adelante en algo y no pudiste; claro que, a lo mejor no tomaste en cuenta a Dios en alguna decisión y ahora estás pagando el resultado de ella. Quizá estás atado a un pecado, con el que sabes que ofendes a Dios, y no sabes cómo salir de él, o quizá te enamoraste de alguien que creíste que era el indicado o indicada, y no fue así. En fin, estas y otras muchas situaciones, muchas veces nos llevan a negar o a olvidarnos de Dios.
Pero lo que sí es seguro, es que después de cada una de estas y otras situaciones similares, todos hemos llegado a nuestro cuarto, cerrando las puertas, arrodillándonos, con lágrimas en los ojos y diciéndole a Papá: “perdóname por ser rebelde, perdóname por negarte, perdóname por fallarte”.
En esos momentos de intimidad espiritual, Jesús se acerca a ti y te dice: “¿Me amas?”. Está claro que ninguno de nosotros diríamos: “No, no te amo”, pero esas palabras inquisidoras sensibilizan tanto a nuestro corazón, que no sabemos ni qué responder; si respondemos que “SÍ”, nosotros mismos nos preguntaríamos: ¿Entonces por qué actué de esa forma con Dios?..., pero de lo que no te percatas es de que Dios no te reprocha nada, que no es un acusador, al contrario, Él es tu Salvador. Por eso Él te dice ahora: “Hablando contigo quiero estar, ven a mis brazos y no llores más, te he prometido no dejarte nunca, habla conmigo”.
Jesús te abraza fuertemente y tu espíritu se conforta con su presencia. Después que Dios te fortalece, en ese momento de intimidad entiendes que, antes que cualquier cosa, necesitas hablar, confiar y esperar en Él.
Amigo, posiblemente te sientas indigno de estar delante de tu Padre, pero... nadie es digno de estar frente a Él. Su gracia y su misericordia son nuevas cada mañana y te espera con los brazos abiertos; no hay de qué temer, no hay por qué llorar, porque aquí está tu Padre Celestial que quiere hablar contigo.
Si Dios me preguntara: ¿Me amas?, yo le diría lo mismo que Pedro: “Señor, Tú lo conoces todo, Tú sabes que te amo”.
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