Sus ojos se humedecieron de espontáneas lágrimas mientras Laura subía a su regazo y se acomodaba contra su pecho. Su pelo, acabado de lavar y secar, olía a limón. Palpó su mejilla suavemente, mientras ella descendía de nuevo. De ojos claros de color azul-verdoso, ella contempló su rostro con expectación, le acercó el raído y familiar libro de cuentos y dijo: “¡Léeme abuelito, léeme!”
“Abuelito” James ajustó cuidadosamente sus gafas, aclaró su garganta y comenzó a leer la acostumbrada historia. Laura sabía las palabras de memoria y leía con emoción al unísono. A cada rato él omitía una palabra a propósito y ella delicadamente, le rectificaba. “No, abuelito, no es eso lo que dice. intentémoslo de nuevo para que lo hagamos bien”.
Ella no tenía ni idea de cómo su pureza de corazón enternecía el alma del abuelo, o cómo su simple confianza en él, le conmovía.
La infancia de James había sido diferente, caracterizada por una violencia existencial recrudecida por un padre distante y exigente. Desde sus cinco años, su padre le hizo trabajar los campos de sol a sol, y los recuerdos de su niñez a veces se prolongaban en el tiempo para acarrear ira y dolor.
Esta primera nieta, sin embargo, trajo gozo y luz a su vida de tal magnitud, que arrinconó su propia infancia. Él retribuyó su amor y fe con gentileza y dedicación, proporcionando a su pequeño mundo una seguridad y protección sin medida.
La relación entre ambos se conservó siempre. Para Laura, esta relación le proporcionó un cimiento para su vida. Para James, sanó un pasado de dolor.
“¡Léeme abuelito, léeme!”
James Dobson definió bien lo anterior cuando dijo: “Los niños no son huéspedes casuales en nuestro hogar.”
Proverbios 17:6
Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son sus padres.
Corona de los ancianos son los hijos de los hijos, y la gloria de los hijos son sus padres.
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