Cuenta la leyenda, que hace mucho tiempo existía un enorme árbol de manzanas al que un pequeño niño amaba y con el que diariamente jugaba trepando a él, para después buscar su sombra entre las hojas.
Pasó el tiempo; el niño creció y se olvidó del árbol. Hasta que un buen día volvió a él de nuevo. Entonces el árbol le preguntó: ¿Vienes a jugar conmigo? El muchacho respondió: Ya no soy el niño de antes. Ahora quiero dinero para comprar juguetes.
El árbol le sugirió: toma mis manzanas, véndelas y podrás obtener dinero. Así lo hizo el chico, y así ocurrió. Y se fue del lugar.
Tiempo después el chico regresó otra vez, ya convertido en joven. El árbol como siempre, le preguntó: ¿Vienes a jugar conmigo? … No tengo tiempo –dijo- ahora debo trabajar para mi familia y necesito una casa. Entonces el árbol le sugirió: corta mis ramas y con ellas construye la casa. El joven así lo hizo, y así ocurrió efectivamente.
Cierto día, el joven, ya convertido en adulto, se dirigió al árbol y le dijo: Ahora quiero un bote para navegar y descansar. El árbol contestó: “Usa mi tronco para que puedas construir uno”. El hombre así lo hizo. Luego se marchó.
Por último, y casi al final de la vida, el hombre, ya anciano, llegó al árbol. Y éste le dijo: Ya no tengo nada más que darte; lo único que me quedan, si las deseas, son mis raíces muertas”.
EL anciano aceptó, se recostó sobre las viejas raíces del árbol, y así se quedaron juntos para siempre.
Queridos hermanos: EL amor de Dios para con nosotros sus hijos, es como el del árbol de esta historia: un amor total, incondicional, que va más allá de nuestro entendimiento humano, que perdona todas nuestras deslealtades, y que sin embargo, cada vez que lo necesitamos, abre sus brazos y nos recibe de nuevo.
Busquemos a Dios no sólo en las épocas de necesidad, sino en todo tiempo y lugar, para amarle, alabarle y agradecerle.
“Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo Unigénito, para todo aquél que en él crea, no se pierda, mas tenga vida eterna”. (Juan 3:16)
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