La Práctica de la Presencia de Dios-2ª Carta escrita
por Nicolás Herman, Hermano Lorenzo a una monja amiga, hace más de 300 años.
No tengo
ninguna dificultad con mi método para vivir la vida espiritual, pero como no
encontré nada de esto en ningún libro, para tener una seguridad mayor me
agradaría conocer tus pensamientos acerca de esto.
"En una conversación que tuve
hace algunos días con una persona piadosa, me dijo que la vida espiritual era
una vida de gracia, que comienza con un temor servil; me dijo que es incrementada por
la esperanza de la vida eterna y que es consumada por puro amor; que cada uno
de estos estados tenía diferentes etapas, a través de las cuales uno llega a la bendita consumación de la misma".
Yo no he seguido esos métodos. Y por el contrario,
no sé exactamente por qué reacción natural los encontré desalentadores. Esta
fue la razón por la que, cuando entré en la religión, tomé la resolución de
entregarme a Dios tratando de hacer lo mejor que podía, para ofrecerle una satisfacción
por mis pecados; y, por amor a Él, renunciar a todos ellos. Durante los
primeros años, en el tiempo que dedicaba a las devociones, por lo general mi
mente estaba llena con pensamientos de muerte, de juicio, del infierno, del
cielo, y de mis pecados. Y así continué durante algunos años, pero durante el
resto del día, aún estando en medio de mi trabajo, aplicaba cuidadosamente mi
mente a la presencia de Dios, a quien consideraba siempre como que estaba
conmigo, y frecuentemente en mí. Con el paso del tiempo, y casi sin darme
cuenta, comencé a hacer lo mismo durante mi tiempo de oración, lo que me
causaba gran deleite y consolación. Esta práctica produjo en mí un amor tan
grande por Dios, que la fe sola era suficiente para satisfacerme.
Así fueron
mis principios, aunque debo decirte que durante los primeros diez años sufrí mucho: el temor de no estar consagrado a Dios como anhelaba estarlo, mis
pecados pasados siempre presentes en mi mente, y los grandes e inmerecidos
favores que Dios me daba, eran el objeto y el origen de mis sufrimientos.
Durante
este tiempo tenía frecuentes caídas, pero pronto me levantaba de nuevo. Me
parecía que todas las criaturas, la razón, y Dios mismo estaban en mi contra, y
que solamente la fe estaba a mi favor. A veces me preocupaba con pensamientos
como estos: creer que era un presuntuoso por haber recibido tales favores, pensar
que pretendía llegar muy pronto a donde otros llegan con dificultad, y otras veces
que era un engaño intencionado, y que no había salvación para mí. Al no
pensar en otra cosa sino en estar lleno de estas preocupaciones hasta el fin
de mis días, a pesar de que la confianza que tenía en Dios no había disminuido y que tales pensamientos
servían solamente para aumentar mi fe, me encontré que en un momento había
cambiado totalmente, y mi alma, que hasta ese momento estaba sumergida en estas
preocupaciones, sintió una profunda paz interior, como si hubiera llegado al
centro mismo del lugar de reposo.
Desde aquel entonces, simplemente camino
siempre delante de Dios, en fe, con humildad y amor; y me dedico diligentemente
a no hacer ni pensar nada que pueda desagradarle.
Cuando he hecho todo lo que humanamente está en mi mano,
espero confiadamente que Él hará conmigo lo que sea de su agrado. En cuanto a
lo que me pasa actualmente, no puedo casi expresarlo. No experimento ningún
dolor o dificultad, porque no tengo otra voluntad aparte de la voluntad de Dios,
la cual me esfuerzo por cumplir en todo, y a la cual estoy tan rendido que no hago nada si ello contradice sus órdenes, y no hago nada que
no sea puramente por amor a Él.
He dejado de lado toda forma de devoción y de
oración excepto aquellas a las que me obliga mi estado. Lo hago solamente para
perseverar en su santa presencia, lo que mantengo prestando una simple atención
a Dios y dándole mi afecto en su totalidad; o sea, manteniendo lo que puedo
llamar una real presencia de Dios o, por decirlo mejor, una conversación
habitual, silenciosa y secreta del alma con Dios, conversación que
frecuentemente me llena de gozo y me captura interiormente y a veces
exteriormente, de manera tal que me veo obligado a moderar mis sentimientos y a
evitar que los demás los perciban. En resumen, estoy totalmente seguro que mi
alma ha estado con Dios durante estos treinta años.
Para no resultar tedioso omito muchas cosas, aunque pienso que es adecuado informarte de qué manera me considero delante de Dios, a quien veo como mi Rey. Me considero como el peor de los hombres, lleno de llagas y corrupción, y que ha cometido toda clase de crímenes contra su Rey. Con un verdadero arrepentimiento le confieso todas mis maldades, le pido perdón, me abandono en sus manos, para que Él haga conmigo lo que quiera. Este Rey, lleno de misericordia y bondad, muy lejos de castigarme, me abraza con amor, me sienta a comer en su mesa, me sirve con sus propias manos, me da la llave de sus tesoros; conversa y se deleita conmigo incesantemente de miles y miles de maneras distintas, y siempre me trata como su favorito. Así es como me considero de vez en cuando en su santa presencia.
Mi método
más usual es esta simple atención, una contemplación totalmente apasionada de
Dios; a quien me encuentro frecuentemente unido con una dulzura y un deleite más
grande que los que experimenta un bebé en el pecho de su madre. Si me
atrevo a usar esta expresión, también debería llamar a este estado "el seno de Dios", por
la inexpresable dulzura que disfruto y experimento allí.
Si a veces, por necesidad
o enfermedad, mis pensamientos se distraen de ese estado de dulzura, en ese
momento mis emociones interiores los traen a mi mente,... tan encantadores y deliciosos que no puedo describirlos. Deseo que con reverencia, reflexiones intensamente sobre
mis grandes desdichas, de las cuales estás perfectamente informado, que reflexiones sobre
los grandes favores que Dios me hace, tan indigno y desagradecido como soy. Y con
respecto a mis horas de oración, son nada más que una continuación del mismo
ejercicio. A veces me considero como una piedra delante de un escultor, con la cual
está para hacer una estatua: de esta forma, presentándome a mí mismo delante de Dios,
deseo que Él esculpa su perfecta imagen en mi alma, y me transforme por
completo a su imagen.
En otras ocasiones, cuando me dedico a la oración, siento
que todo mi espíritu y toda mi alma se elevan sin ningún esfuerzo por mi parte;
y continúan como si estuvieran suspendidos y fijados firmemente en Dios, que es
como su centro y lugar de reposo. Sé que algunos calificarían a este estado de
inactividad, como engañoso y egoísta. Confieso que es una santa inactividad, y que
podría derivar a un feliz egoísmo, si el alma en ese estado fuera capaz de eso;
porque en efecto, mientras está en este reposo, no puede ser turbada por
aquellos actos a los que estaba anteriormente acostumbrada, y en los que se
apoyaba, pero que ahora son más bien un obstáculo que una ayuda. Sin embargo, no
puedo aguantar que a esto se le llame engaño, porque el alma que así se deleita
en Dios no desea nada aparte de Él. Si esto es un engaño en mí, está en Dios
remediarlo. Que Él haga conmigo lo que quiera hacer: Él es lo único que deseo;
mi deseo es estar totalmente entregado a Él. Sin embargo, hazme el favor de
darme tu opinión, a la que siempre presto mucha atención, porque tengo una
singular estima por tu respeto hacia mí, y te pertenezco.
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