jueves, 3 de octubre de 2013

La firma de Dios - Devocional - Vídeo

 “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”
(Juan 3:16-17)
Hace más de cuarenta años aconteció la última misión de alunizaje de la NASA. A bordo de la aeronave espacial Apolo XVII viajaban el comandante Eugene Cernan, el piloto del módulo de mando Ronald E. Evans y el piloto del módulo lunar y geólogo Harrison H. Schmitt. La estancia de unas 74 horas sobre el satélite pasó según lo previsto. Se recogieron muestras de rocas, se midió la temperatura, se colocaron instrumentos científicos para monitorizar desde la tierra la atmósfera lunar y sólo quedaba volver a casa. La misión se había completado. Según el protocolo de la NASA, el comandante de la misión sería el primero en bajar y el último en subir. Así pues, cuando Eugene Cernan pisó por última vez la superficie lunar, escribió junto a esa última pisada las siguientes letras, "T D C". Como en la atmósfera lunar no hay viento ni lluvia, la huella estará allí para siempre y también las letras, las letras iniciales de un nombre, "Teresa Dawn Cernan", la hija del astronauta.
La historia parece sacada de un libro de fantasías, en el que se pondera el amor de un padre por su hija, por encima incluso, de la proeza científica. El astro distante conquistado por el hombre, la huella que perdura, las siglas de un nombre que no se borra, todo muy emocionante y feliz, digno de ser contado cuando la familia se reúne alrededor de la mesa después de una comida, o en la amena charla que se suele dar cuando se reúnen los buenos amigos.
Me gusta esta historia, también me gusta otra historia, muy parecida en algunos aspectos. Sucedió hace más de dos mil años. Desde el infinito cielo Jesucristo Dios vino y visitó la Tierra, caminó por ella, juntó seguidores a los que llamó discípulos, dejó su mensaje en corazones hambrientos de la verdad, murió, resucitó, y se fue, volvió de regreso al cielo. La historia en sí misma es extraordinaria, pero nada tan alucinante como el final, como la última huella, aquella donde todo sería consumado. No quedaron unas siglas con caligrafía a fuego, pero Dios Padre hizo mucho más que eso, entregó a su Hijo, y ese hecho no se puede borrar. Jesucristo Dios dejó su trazo estampado en sangre para que el mundo recuerde que estuvo aquí, que se interesa por nosotros.
Desde que conocí la historia de Eugene Cernan no miro a la luna igual que antes, pero desde que conocí la historia de Jesús no soy el mismo que era antes. Asombrado, vuelvo una y otra vez a este último relato que exalta el amor del Padre. Dios, dando a su Hijo para llevar a más hijos a la gloria: “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10).
Dios escribió sobre una cruz y eso es asombroso. Podía pintar un mural sobre el Everest, o dejar una frase encriptada en las profundas islas Marianas. Podía esculpir sobre un continente entero el Padre Nuestro, pero prefirió dejar su impronta sobre un insignificante monte en Jerusalén, sobre un tosco madero,... y allí cambió la historia del mundo, allí murió Jesús.

La firma no se borra dos milenios después, porque Jesús no está muerto, resucitó de la tumba. Ahora la historia es francamente emocionante. Él vuelve, pero mientras ese momento llega yo cuento su historia. Y en las noches de luna llena, cuando miro la luna iluminada, pienso en las siglas de aquel astronauta ansioso, y también recuerdo la cruz, un madero donde la firma de Dios redime al que se refugia en su omnipotente significado.


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