Aunque Jesucristo, siendo Dios por naturaleza, existió desde el principio de los tiempos con Dios el Padre y el Espíritu Santo (Juan 1:1), Él dejó voluntariamente Su trono (Juan 1:1-14) para hacerse hombre, y así poder pagar el castigo por nuestros pecados, para que no tuviéramos que pagarlo nosotros durante toda la eternidad en el lago de fuego (Apocalipsis 20:11-15). Porque el pecado de la humanidad ha sido pagado por nuestro Salvador Jesucristo, quien jamás pecó, Dios, quien es justo y santo, puede ahora perdonar nuestros pecados, cuando aceptamos el pago de Jesucristo como nuestro (Romanos 3:21-26). Por tanto, el amor de Cristo es mostrado al haber dejado Su hogar en el cielo, donde era adorado y honrado como Él merece, para venir al mundo en forma de hombre, donde sería ridiculizado, traicionado, golpeado, y crucificado en una cruz para pagar el castigo por nuestros pecados, resucitando nuevamente de los muertos al tercer día. Él consideró nuestra necesidad de un Salvador de nuestro pecado y su castigo correspondiente, como más importante que Su propia vida y comodidad (Filipenses 2:3-8).
Es probable que alguna vez, alguien haya podido ofrecer voluntariamente su vida por aquellos que considera dignos de ello, por un amigo, un familiar, por otras personas “buenas”,... pero el amor de Cristo va más allá de eso. El amor de Cristo se extiende hasta a aquellos que son los más indignos. Él, voluntariamente, llevó el castigo de aquellos que le torturaron, que le odiaron y se revelaron en Su contra, a quienes Él no les importaba, aquellos que eran los más indignos de Su amor (Romanos 5:6-8). ¡Él dio todo lo que podía dar por aquellos que menos lo merecían! Entonces, su sacrificio es la esencia del amor santo, llamado el amor ágape. Esto es amor, el de Dios, no un amor como el del hombre (Mateo 5:43-48).
Este amor que Él demostró por nosotros en la cruz es sólo el principio. Cuando ponemos nuestra confianza en Él como nuestro Salvador, ¡Él nos hace hijos de Dios, y coherederos con Él! Él viene a morar dentro de nosotros a través de Su Espíritu Santo, prometiendo que nunca nos dejará ni nos desamparará (Hebreos 13:5-6). Por tanto, tenemos a un amado compañero de por vida. Y sin importar por lo que pasemos, Él está ahí, y Su amor está siempre disponible para nosotros (Romanos 8:35). Pero así como Él reina legítimamente, como Rey benevolente en el cielo, necesitamos darle la posición que Él merece también en nuestras vidas, la de Maestro y no exclusivamente la de compañero. Es sólo entonces, cuando experimentaremos la vida que Él quiso que viviéramos en la llenura de Su amor (Juan 10:10b).
En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados. 1 Juan 4:10
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