La Práctica de
la Presencia de Dios -
2ª Conversación de Nicolás Herman, el
Hermano Lorenzo, con Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local
de un monasterio de Francia hace más de 300 años.
El
Hermano Lorenzo me dijo que él siempre había sido gobernado por el amor, sin
actitudes egoístas. Y desde
que resolvió hacer del amor de Dios el fin de todas sus acciones, había
encontrado razones para estar muy
satisfecho con su método.
También estaba contento cuando podía levantar una
pajita del suelo (hacer lo que fuera) por amor a
Dios, buscándole sólo a Él, y nada más que a Él, ni siquiera buscando sus
favores. Durante mucho tiempo había
estado afligido mentalmente por creer que sería condenado. Ni todos los hombres
del mundo podrían haberle persuadido de lo contrario.
Finalmente razonó consigo mismo de esta manera: Yo
no me involucré en la
vida religiosa excepto por amor a Dios, y me he esforzado para hacer sólo para
Él todo lo que hago. Sea lo que
sea de mí, esté perdido o salvado, siempre seguiré obrando puramente por amor a
Dios. Por lo menos tendré
este bien, que hasta la muerte habré hecho todo lo posible para amarle.
Durante cuatro años había estado con esta angustia mental; y durante ese tiempo había sufrido mucho. Sin embargo, desde entonces había vivido en una libertad perfecta y una continua alegría. Puso sus pecados delante de Dios, tal como eran, para decirle que no merecía sus favores, pero que sabía que Dios continuaría otorgándole sus favores abundantemente.
El Hermano Lorenzo dijo, que a fin de crearse el hábito
de conversar con Dios continuamente y de mencionarle todo lo que hacemos, al
principio debemos dedicarnos
a Él con cierto esfuerzo: pero que después de ocuparnos un poco de eso
deberíamos encontrar que su
amor nos mueve a hacerlo internamente sin ninguna dificultad.
Él esperaba que después de los días agradables
que Dios le había concedido, tendría un tiempo de dolor y sufrimiento. Aunque
él no estaba inquieto
por esto, sabiendo muy bien que no podía hacer nada por sí mismo, Dios no
fallaría en darle la fuerza
para soportarlo.
Cuando se le presentaba la ocasión de practicar alguna obra
bondadosa, se dirigía a Dios,
diciendo: “Señor, no puedo hacer esto a menos que me capacites”. Y entonces
recibía fuerzas más que suficientes. Y cuando había fallado en su deber, solamente confesaba su falta diciéndole a
Dios: “Jamás podría obrar
de otra manera si me dejaras liberado a mis propias fuerzas. Eres Tú quien debe
impedir mi caída, y arreglar
lo que está mal”. Después de la confesión, ya no sentía ninguna inquietud
acerca de lo hecho.
El Hermano
Lorenzo decía que, con respecto a Dios debemos obrar con la más grande de las
simplicidades, hablando
con Él franca y claramente, e implorando su ayuda en todos nuestros asuntos. Dios
nunca había fallado
en concederle su ayuda, y el Hermano Lorenzo lo había experimentado
frecuentemente.
Me contó que recientemente
había sido enviado a Burgundia, para comprar la provisión de vino para la
sociedad. Esta tarea le
resultaba muy poco grata porque no tenía ninguna inclinación para los negocios,
y porque era cojo y no podía
ocuparse de su trabajo en el barco sino rodando sobre los toneles. Sin embargo
se entregó a esta tarea y a
la compra del vino sin ningún descontento. Le dijo a Dios que se ocupó de este
negocio, y que lo hizo muy bien.
Mencionó que el año anterior había sido enviado a Auvergne con la misma
comisión y, aunque no podía decir
cómo, todo había resultado muy bien. De la misma manera cumplía con su trabajo
en la cocina (al cual por
naturaleza tenía una gran aversión), donde se había acostumbrado a hacer todo
por amor a Dios. Durante los
quince años que había estado trabajando en la cocina, todo le había resultado
fácil porque lo hacía con oración
y movido por la gracia de Dios. Estaba muy feliz con el puesto que ocupaba
ahora, pero que estaba listo
a volver a lo anterior, debido a que siempre estaba agradando a Dios en
cualquier condición, haciendo las
cosas pequeñas por amor a Él.
Para el Hermano Lorenzo los momentos de oración no eran diferentes de lo que habían sido en otros tiempos. Se retiraba a orar, de acuerdo a las directivas de su superior, pero no quería esa clase de retiros ni los solicitaba, debido a que ni el trabajo más grande le distraía de la presencia de Dios.
Debido
a que conocía su obligación de amar a Dios en todas cosas, como él se había
esforzado por hacerlo así,
no necesitaba que un director espiritual le diera una orden, más bien lo que
necesitaba era un confesor que
le absolviera. Dijo que era muy sensible a sus faltas, pero que estas faltas no
le desanimaban. Las confesaba
a Dios sin dar ninguna excusa. Cuando lo hacía, con toda paz reasumía su
práctica usual de amor y adoración.
El Hermano Lorenzo no consultaba a nadie por sus inquietudes mentales. Por la luz
que le daba la fe
él sabía que Dios estaba presente, y entonces lidiaba consigo mismo tratando de
dirigir todas sus acciones a Él.
Todo lo hacía movido por el deseo de agradar a Dios, aceptando los resultados
que se producían. Dijo que los
pensamientos inútiles arruinan todo, que los dolores empiezan allí. Tan pronto
como percibimos su impertinencia
debemos rechazarlos y retornar a nuestra comunión con Dios. Al principio, frecuentemente había
pasado su tiempo de oración rechazando pensamientos erráticos y volviendo a
caer en ellos. Nunca había
regulado su devoción por ciertos métodos como lo hacen algunos. Sin embargo, al
principio había practicado
la meditación por algún tiempo, pero después la había dejado de lado de una
manera casi inexplicable.
Encontró
que el camino más corto para ir directamente a Dios, era ejercitando el amor
continuamente, por medio
de un continuo ejercicio del amor y haciendo todas las cosas por amor a Él. Y notó que había una gran diferencia
entre los actos del intelecto y los de la voluntad. Los actos del intelecto
eran comparativamente de poco
valor, mientras que los actos de la voluntad eran todos importantes. Nuestro único deber es
amar a Dios y deleitarnos en
Él. Ningún tipo de mortificación, si invalida el amor de Dios, puede borrar un
solo pecado. En lugar de esto,
y sin ninguna ansiedad, debemos esperar el perdón de nuestros pecados que
proviene de la sangre de Jesucristo,
solamente esforzándonos para amarle con todo nuestro corazón. Y él notó que
Dios parecía haber garantizado
los mayores favores a los pecadores más grandes, como si fueran monumentos
conmemorativos de
su misericordia.
Dijo que los mayores dolores o placeres de
este mundo no podían compararse
con los que él había experimentado en ese estado espiritual. Como resultado de
todo eso, solamente
deseaba una cosa: no ofender a Dios. Dijo que no cargaba con ninguna culpa.
Cuando fallo en mis deberes,
rápidamente lo reconozco, diciendo: "Estoy acostumbrado a obrar así. Nunca podré
cambiar por mí mismo. Y si no
fallo, entonces doy gracias a Dios reconociendo que esto viene de Él".
No hay comentarios:
Publicar un comentario