Habiéndome
levantado de la cama esa mañana, miro mi agenda y ¡vaya!, quedé en verme con
Fulano, mi amigo, un poco más tarde. No nos vemos muy frecuentemente, pero
cuando lo hacemos, más o menos cada mes…
Acudo a la cita, y
mientras tomamos café para pasar el rato, hablamos de nuestras cosas. Ya sabes:
nuestras alegrías, nuestro trabajo, la esposa, los hijos, nuestros quehaceres,
y también de nuestras inquietudes y quebrantos, nuestros problemas, etc. En
fin, que pasamos media mañana hablando los dos. Y también discutiendo,
amigablemente claro.
De vuelta a casa,
pienso ¡vaya!, qué agradable fue hablar con él.
¿Y Dios? ¿Cuánto tiempo hace
que no hablo con Él? Porque Él quiere saber de mí. Siendo, como es, mi mejor amigo,
al menos por su parte, debería tener una mejor comunicación con Él. Y diaria a
ser posible. ¿No se lo merece? ¡Claro que sí! Si le cuento todo a Fulano, ¿por
qué no lo hago con quien más lo merece? Desde luego soy un desagradecido. Tengo
que hablar con Él, a ser posible todos los días.
Es lo que quiere
nuestro Padre, nuestro Creador que hagamos, y me prometo hacerlo todos los
días. Estaré con Él un rato a diario. Es quien más lo merece, quien envió a su
hijo unigénito a la Tierra, para pagar con su vida el precio de todos nuestros
pecados y darnos Vida Eterna, y así acercarnos con total seguridad y confianza
a sus amorosos brazos.
Y Él también nos
habla.
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