“Al oírlo Jesús, se maravilló, y dijo a los que le seguían: De cierto os digo, que ni aun en Israel he hallado tanta fe”
(Mateo 8:10).
No sabemos su nombre, tampoco conocemos sus facciones, aunque lo imaginamos fornido, de bíceps prominentes, tríceps ondulantes y abdomen de lavadero. Vestía una túnica corta de color blanco, una armadura de cota de malla, un cinturón que rodeaba la túnica por la cintura, protección en las piernas, sandalias claveteadas, un casco con una cresta roja que cruzaba lateralmente su cabeza, y una espada corta en el lado izquierdo, conforme a la costumbre de los centuriones romanos de aquella época.
Estaba acostumbrado a dar órdenes, pero esta vez venía para hacer una petición. Por tradición, los romanos despreciaban a los pueblos conquistados, pero llama “Señor” a este judío Jesús. Usualmente debía ser adusto e implacable, pero ahora ruega. Todo ocurre a la entrada de Capernaum, después de que Jesús sanara a un leproso. Se posponen los protocolos que establecían la costumbre romana y los largos saludos judíos. La razón para ello cae por su propio peso cuando el centurión le dice al Maestro: “Señor, mi criado está postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado” (Mateo 8:6). Jesús responde raudo y misericordioso: “Yo iré y le sanaré” (Mateo 8:7). Pero su interlocutor se niega, argumentando que no es digno que Jesús entre en su hogar y que una sola palabra de autoridad suya podría anular la enfermedad. Dios entonces se maravilla, la divinidad echa carne se asombra ante la fe de un gentil. En efecto, da la orden y el criado sana, ya anda por sus pies y goza de ánimo y salud. Dios actuó a causa de la fe osada de un hombre común y corriente. Su historia nos alecciona todavía hoy.
Las preguntas son inevitables ¿De qué manera nos estamos acercando a Dios? ¿Es nuestra fe enjuta, o robusta? ¿Es Jesús para nosotros alguien inaccesible y distante, o cercano y bondadoso? En la práctica, ¿cuáles son las respuestas verdaderas a estas interrogantes? Cuando examino cómo me he comportado algunas veces ante Dios, me pregunto si le he asombrado con mi fe, o le he incomodado con mi incredulidad. Leo la historia del centurión romano y me desafían sus convicciones. Me comparo con él y quiero imitar su ejemplo.
Quiero ir a Jesús sabedor de que todas mis necesidades están cubiertas por su gracia infinita. Ir a su presencia sin preámbulos autoimpuestos, sin prejuicios religiosos, o presuposiciones teológicas acerca de una Divinidad demasiado ocupada para atenderme. Acercarme sin otra credencial aparte de mi fe, y sin otro recurso que mi humillación. Venir ante su presencia elogiando su autoridad, validando con mis palabras su poder y reconociendo el poderoso alcance de su generosidad.
Rechazo cualquier actitud de timidez espiritual. Me niego a sucumbir ante las circunstancias poco prometedoras. Quiero estar ante Jesús con una fe osada que reposa en sus promesas imperecederas. Quiero ir por la vida con una certeza inmutable de que Dios me favorece y se agrada de mí, aunque no lo merezco. Quiero ser más audaz, para asir aquello que por la misericordia de Dios puedo obtener. Una fe así de fervorosa, una determinación innegociable, un andar seguro en Cristo, eso es lo que asombra a Dios y nada debe detenernos en el empeño honroso de lograrlo.
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