Siete de julio de 1730. Isla de Reunión, antigua Bourbon, en el mar Indico. Un pirata va a ser colgado en la horca; los soldados vigilan y el público observa. Ha llegado el fin para uno de los piratas más ricos del Indico, Olivier Levasseur, apodado “La Buse” ("El halcón"). Con la soga al cuello, antes de ser ejecutado, el intrépido ladrón de los mares asombra a la multitud desde el patíbulo. Muestra un documento que había escondido entre sus ropas, y exclama: “¡Mis tesoros para quien lo comprenda!”

Levasseur asaltó infinidad de barcos portugueses y franceses por todo el Indico. Su mayor golpe fue en 1721 cuando capturó un barco portugués cargado de ricos tesoros. Para disfrutar de sus riquezas Levasseur se retiró a una isla cercana a Madagascar. Y llegó a un acuerdo con Francia con la intención de devolver alguno de los tesoros usurpados y conseguir a cambio el perdón. Pero esto no pudo evitar que, tiempo después, terminara siendo capturado y ajusticiado.
Este versículo anterior también habla de un tesoro; solo que, en este caso, el tesoro eres tú, y quien buscó el tesoro y lo encontró es Jesús. Por lo tanto tú vales mucho. No fuiste adquirido con oro ni con plata sino con la preciosa sangre de Jesús.
Para Él habría sido más cómodo crear otra generación de seres humanos y dejarnos abandonados a nuestro destino de muerte. Desde el punto de vista humano habría sido lo mejor en materia de coste/beneficio. Pero el amor de Dios no te valora por lo que eres o por lo que haces; Dios, simplemente, te ama sin tener en cuenta lo que hagas o no hagas: lo único que Él espera de ti es que hagas oído a su voz. ¡Que le escuches!
Con esa visión de tu valor sal a afrontar los desafíos de este día. Y recuerda la promesa divina: “Ahora, pues, si dieres oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre todos los pueblos; porque mía es toda la tierra. Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa”.
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