Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. (Mateo 5:3).
Jesús comienza las bienaventuranzas con una declaración muy profunda, declarando que gozan de felicidad (otorgada por Dios), aquellos que son calificados como “pobres en espíritu” porque de ellos es el Reino de los Cielos.
Este calificativo de Cristo: “pobres en espíritu”, no parece ser la primera de las bienaventuranzas por casualidad, todo pareciera tener un orden divino.
Era de esperar que aquella multitud que le rodeaba (sumergidos bajo el yugo del imperio romano), anhelasen un rey político que los liberara de su pobreza y de su desgracia económica. Por lo que es muy probable que muchos no entendieran en absoluto, este concepto divino de ser "pobres en espíritu".
Jesús se refiere a un nuevo tipo de pobres, a otro tipo de pobreza, dejando en sus pensamientos una profundidad teológica que nunca antes se había escuchado y que viene a ser fresca y profunda en pleno siglo XXI. (Juan 14:10).
Ser pobres en espíritu significa un vacío total en el corazón humano. Es tener sed de Dios, y la profunda comprensión de que nuestras más sublimes obras de piedad no son méritos que nos permitan alcanzar la bondad divina.
Es comprender nuestra naturaleza pecaminosa, es sentirnos débiles y minados por el cáncer del pecado. Pobres en espíritu es ser conscientes de la pobreza espiritual que hemos heredado, por una rebelión que comenzó hace siglos en el huerto del Edén. Y que todos somos parte de esta rebeldía. (Romanos 3:23)
Cuando el hombre es pobre de espíritu tiene hambre y sed de Dios. Es plenamente consciente de que no solo de pan vivirá el hombre. Somos seres espirituales, criaturas creadas por Dios, somos almas eternas que necesitamos del Pan de Vida y del Agua Viva que salta para Vida Eterna.
Nuestros cuerpos carnales y terrenales tienen diversos apetitos: hambre, sed, higiene, sexo, descanso, ejercicios, trabajos, diversión, etc.; pero los pobres en espíritu sabemos que no podremos alimentar nuestras almas con cosas materiales, porque así, solo estaremos cabalgando hacia el infierno. (Mateo 4:4).
Los pobres en espíritu siempre estamos dispuestos a un arrepentimiento genuino no solo de nuestros propios pecados, sino de nuestras más elocuentes buenas obras, porque entendemos que están matizadas del pecado que en nosotros mora. (Jeremías 17:9).
Los pobres en espíritu somos incapaces de cumplir con las normas divinas, y lo mejor en nosotros son trapos de inmundicia delante de un Dios, Santo, Santo, Santo. (Isaías 64:6).
No podemos apoyarnos en nuestras actividades religiosas para saborear el dulce sabor de las bienaventuranzas. No podremos alcanzar el cielo por el esfuerzo de una conducta de buena ética, ni por dinero u obras de caridad a nuestros prójimos, ni tampoco con un testimonio digno y ejemplar como cristianos.
Porque no entraremos al Reino de los Cielos por la acumulación de méritos, de esfuerzos y/o de trabajos religiosos en esta tierra, sino por la fe en la obra perfecta y sin mancha de Jesucristo, el Hijo de Dios, en la Cruz del Calvario.
Los pobres en espíritu tienen una gratitud indescriptible en sus corazones por ese sacrificio operado por ellos, los pecadores. (Isaías 64:6).
Nuestras vidas podrían parecer muy "buenas y decentes"; mas no son presentables para nada a la pureza y santidad de Dios. Los pobres en espíritu siempre nos sentimos extremadamente humildes espiritualmente e incapaces de impresionar a Dios con nada.
Los pobres en espíritu se despojan de su propia vida cristiana, de sus máscaras y caretas moralistas y religiosas para clamar con un espíritu contrito y humillado:
¡Dios mío, sé propicio a mí, que soy pecador! (Lucas 18:13).
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