«Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro». 1 Juan 3: 3
En la vida de Juan el apóstol vemos un claro ejemplo de la verdadera santificación. Durante los años que pasó en íntima compañía de Cristo, recibió numerosas amonestaciones y advertencias de parte del Salvador, y aceptó sus reprensiones. A medida que el carácter del divino Maestro se le manifestaba, Juan vio sus propias debilidades, y esta revelación lo humilló. Día tras día, en contraste con su propio espíritu violento, contemplaba la ternura y la tolerancia de Jesús y oía sus lecciones de humildad y paciencia. Día tras día su corazón era atraído a Cristo hasta que dejó de considerarse a sí mismo por amor a su Maestro. El poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre, la firmeza y la paciencia que vio en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración. Sometió su temperamento resentido y ambicioso al poder restaurador de Cristo, y el amor divino realizó en él una transformación de carácter.
Un cambio como el que experimentó Juan siempre es resultado de la comunión con Cristo. Una persona puede tener graves faltas públicas, pero cuando llega a ser un verdadero discípulo de Cristo el poder de la gracia divina lo transforma y santifica. Contemplando como por un espejo la gloria del Señor, es transformado de gloria en gloria hasta que llega a asemejarse a Aquel a quien adora (ver 2 Corintios 3: 18).
Juan era un maestro de santidad, y en sus cartas a la Iglesia señaló reglas infalibles para la conducta de los cristianos. «Y cualquiera que tiene esta esperanza en él —escribió—, se purifica a sí mismo, así como él también es puro». «El que dice que está en él, debe andar como él anduvo». (1 Juan 3: 3; 2: 6). Enseñó que el cristiano debe ser puro de corazón y vida. Nunca debe estar satisfecho con una simple profesión. Así como Dios es santo en su esfera, el ser humano, por medio de la fe en Cristo, debe ser santo en la suya.
El apóstol Pablo escribió: «Porque la voluntad de Dios es vuestra santificación» (1 Tesalonicenses 4:3.) El propósito de Dios al morar entre su pueblo es santificarlo. Dios nos escogió desde la eternidad para que fuésemos santos. Dio a su Hijo para que muriera por nosotros, a fin de santificarnos por medio de la obediencia a la verdad y que nos despojásemos del yo. Esto requiere una entrega individual: solo podemos honrar a Dios cuando nos asemejamos a su imagen y permitimos que su Espíritu nos dirija. Entonces, como testigos del Salvador, podemos dar a conocer lo que su gracia ha hecho por y en nosotros.
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