Si Dios me separa, debo aceptarlo sin preguntas, sabiendo que esa separación de mis hermanos es una fase transitoria.
Mientras ayunaban y participaban en el culto al Señor, el Espíritu Santo dijo: «Apártenme ahora a Bernabé y a Saulo para el trabajo al que los he llamado.» Hechos 13;2
Cuando comencé mi vida cristiana se me enseñó que debo estar «separado». Esto es, debo cortar toda atadura que me asocie con lo malo y mundano. Basándonos en la amonestación de Pablo, es necesario hacerlo (2 Corintios 6:14-18).
Si Dios me separa, debo aceptarlo sin preguntas, sabiendo que esa separación de mis hermanos es una fase transitoria de mi ministerio para Dios.
Pero pronto descubrí que Dios hacía algunas «separaciones» por su cuenta, me separaba de mis propios hermanos y hermanas en Cristo. De José se dijo que fue «separado de sus hermanos» (Deuteronomio 33.16). Esta separación resultó porque Dios determinó que José sería el «príncipe» de la familia, y esto tuvo su origen cuando sus hermanos lo vendieron como esclavo a Egipto. El hombre separado por Dios fue entonces alejado de su familia, y todo debido a una importante razón.
La separación de José de su familia fue necesaria a fin de hacer posible su surgimiento ante el trono egipcio, y a su vez, el génesis y crecimiento de la naciente nación de Israel. Si José no hubiera sido «separado», Israel hubiera sido destruido por enemigos poderosos.
En cuanto a Pablo, inmediatamente después de su conversión, «no luchó contra sangre ni carne» sino que fue al desierto de Arabia, separado de sus hermanos. Esta fue otra de las separaciones de Dios, y Pablo salió íntegro para ser un mensajero fresco y transparente a los gentiles (Gálatas 1.15-17).
Debo separarme del mal. La responsabilidad es mía. Pero solo Dios me puede separar de mis «hermanos», una separación diseñada para crear un mensajero sin igual, una voz singular para comunicar su mensaje en una situación especial, y algunas veces crucial. Si Dios me separa, debo aceptarlo sin preguntas, sabiendo que esa separación de mis hermanos es una fase transitoria de mi ministerio para Dios y que siempre resulta «para bien» (Génesis 50.20), tanto para mis hermanos como para mí.
Si Dios me separa, debo aceptarlo sin preguntas, sabiendo que esa separación de mis hermanos es una fase transitoria de mi ministerio para Dios.
Pero pronto descubrí que Dios hacía algunas «separaciones» por su cuenta, me separaba de mis propios hermanos y hermanas en Cristo. De José se dijo que fue «separado de sus hermanos» (Deuteronomio 33.16). Esta separación resultó porque Dios determinó que José sería el «príncipe» de la familia, y esto tuvo su origen cuando sus hermanos lo vendieron como esclavo a Egipto. El hombre separado por Dios fue entonces alejado de su familia, y todo debido a una importante razón.
La separación de José de su familia fue necesaria a fin de hacer posible su surgimiento ante el trono egipcio, y a su vez, el génesis y crecimiento de la naciente nación de Israel. Si José no hubiera sido «separado», Israel hubiera sido destruido por enemigos poderosos.
En cuanto a Pablo, inmediatamente después de su conversión, «no luchó contra sangre ni carne» sino que fue al desierto de Arabia, separado de sus hermanos. Esta fue otra de las separaciones de Dios, y Pablo salió íntegro para ser un mensajero fresco y transparente a los gentiles (Gálatas 1.15-17).
Debo separarme del mal. La responsabilidad es mía. Pero solo Dios me puede separar de mis «hermanos», una separación diseñada para crear un mensajero sin igual, una voz singular para comunicar su mensaje en una situación especial, y algunas veces crucial. Si Dios me separa, debo aceptarlo sin preguntas, sabiendo que esa separación de mis hermanos es una fase transitoria de mi ministerio para Dios y que siempre resulta «para bien» (Génesis 50.20), tanto para mis hermanos como para mí.
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