Conforme a la fe murieron todos estos sin haber recibido lo prometido, sino mirándolo de lejos, y creyéndolo, y saludándolo, y confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Los que esto dicen, claramente dan a entender que buscan una patria, pues si hubieran estado pensando en aquella de donde salieron, ciertamente tenían tiempo de volver. Pero anhelaban una mejor, esto es, celestial; por lo cual Dios no se avergüenza de llamarse Dios de ellos; porque les ha preparado una ciudad. Hebreos 11:13, 16
Poco después de la segunda guerra mundial, mi abuelo y un amigo suyo visitaban las ruinas de la "City", en Londres. Al pasar por una calle devastada, vieron los escombros de una casa de la que solo quedaban partes de una pared de la planta baja y el marco de la puerta de entrada. Por encima de esta puerta, el propietario había escrito este texto bíblico: “Si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Corintios 5:1). ¿Qué había sucedido a los habitantes de esta casa? ¿Habrían podido refugiarse a tiempo en otro lugar, o habrían muerto bajo los escombros? Mi abuelo nunca lo supo, pero el testimonio grabado encima de esta puerta muestra la fe de los dueños en las promesas de Dios.
El tabernáculo (o la tienda) del cual habla el apóstol es el cuerpo, el envoltorio del alma y del espíritu. Cuando el creyente muere, su cuerpo vuelve al polvo, y su alma es llevada por Jesús al paraíso, según la promesa que hizo al ladrón arrepentido (Lucas 23:43). Allí, descansando junto a Jesús, espera el glorioso día en el que se desplegará el poder de Jesús: resucitando a los muertos y transformando a los vivos, les dará un cuerpo nuevo, glorioso, el envoltorio definitivo de su alma. Ya no será una frágil y perecedera tienda, sino un edificio eterno. En esta nueva condición, todos los hombres salvos por la fe en Jesucristo vivirán para siempre en la casa del Padre.
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