sábado, 30 de julio de 2016

La mejor lección del bautista

“Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe”
(Juan 3:30)
Podría parecer áspero en sus mensajes, incluso mordaz, agresivo. Hablaba sobre un Mesías que purificaría, sobre un hacha puesta en la raíz de los árboles que no dieran frutos, sobre paja que se quemaría en un fuego inextinguible. Ciertamente, Juan no era nada querido por los romanos y no tenía ninguna intención de complacer a los políticos. Llamó adúltero a Herodes sin ninguna diplomacia ni ambigüedad. Sus mensajes adolecían de obediencia a principios actuales de teología aplicada a discursos, y sus introducciones eran duras y abruptas. En el Seminario del desierto no fue enseñado a pronunciar una oratoria complaciente. Algunas de sus alocuciones contenían frases que podrían alejar a los practicantes del diezmo, pero Juan no entraba en consideraciones superfluas, por lo que decía lo que pensaba con autoridad profética: “¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? (Lucas 3:7b). Su vestimenta era un tanto excéntrica y su dieta poco normal. No es seguro si en muchas iglesias le darían el púlpito para predicar un domingo. A Juan lo amabas o lo aborrecías, sencillamente no podías ignorarlo; pero la lección más sobresaliente de Juan no es su implacable predicación, o su intransigente posición contra la corrupción política o religiosa. La enseñanza que más sobresale en la vida de Juan es su comprensión de quién es Cristo. Él nos recuerda que Jesús debe ser el protagonista de nuestras vidas y ministerios, que existimos para que Cristo sea glorificado en nosotros, no para obsesionarnos con grandezas. “El que de arriba viene, es sobre todos (…) el que viene del cielo, es sobre todos” (Juan 3:31).
Juan nos alecciona dos milenios después, al acto más sacrificial que podamos hacer por amor a Cristo; menguar para que Él sea Señor. En medio de un mundo obsesionado con trascender a través de la fama, la política y el dinero, es fácil confundirse con luces de neón muy seductoras. El deseo de ser grande se apodera de las multitudes como un poderoso virus para el que no parece haber cura. Estudios estadísticos han demostrado que la palabra que más se menciona por teléfono es “yo”. Ya existen agencias que alquilan paparazzis para que te persigan toda la noche, y la gente a tu alrededor, se emocione pensando que eres un famoso en fuga de los flash de las cámaras de las más glamurosas revistas. El mundo está obsesionado con ser reconocido, con ser poderoso. No obstante, lo de la fama no parece ser de mucha ayuda, ya que el índice de drogadicción en Hollywood es espantoso, y los frecuentes suicidios de celebridades hacen que se encienda una luz roja en nuestras mentes. La infidelidad y el divorcio en los gremios más adinerados, nos llevan a la conclusión de que el dinero poco aporta a la felicidad conyugal.
Lo peor de todo es que esta enfermedad también ha invadido las haciendas sagradas. Hay demasiados cristianos obsesionados con sus currículos académicos; oradores que disfrutan escuchándose y que no pueden parar de hablar de sí mismos, de sus contribuciones a la obra de Dios y de la utilidad de sus ministerios. Hay un desproporcionado deseo de aparecer en todas partes, de estar en todos los comités, de salir en las fotografías de los más espectaculares eventos. Todo esto conlleva un activismo que nos priva de una saludable devoción y de cosas más esenciales como edificar nuestra familia, pero nos da una falsa ilusión de bienestar y grandeza ministerial que nos hechiza. ¿Dios querrá que vivamos así?, ¿hacemos estas cosas solo por el Señor?
Se puede perder la cabeza tratando de ser grandes porque Dios nos diseñó para ser útiles, para ser vasijas contenedoras del tesoro del Evangelio. Pero no somos protagonistas del reino de Dios, somos súbditos, servidores por amor. Solo el Rey Jesús debe tener todo el crédito y la gloria. Si ése no es nuestro más hondo deseo, corremos el riesgo de sumarnos a la farándula evangélica y actuar como los que buscan lo suyo y no lo que es de Cristo.

Preocupa ser víctima de nuestro viejo hombre que nos asecha permanentemente. Tenemos que ser vigilantes si deseamos evitar contaminarnos con la adoración al "dios popularidad". Debemos recordar cada día que Cristo es sobre todos (Juan 3:31). Él debe ser visible en nuestro andar y trascender, por encima de nuestro servicio. Tenemos que hacer todos los apaños necesarios que nos hagan menguar para que el Señor sea relevante, y necesitamos el fruto del Espíritu para contrarrestar el ponzoñoso veneno de la mundanalidad y el pecado.
Vivamos con la mirada en la eternidad y no en lo banal y perecedero. Alejémonos de todo lo que pueda contaminar nuestro abnegado compromiso y nuestro leal servicio al Señor. Rechacemos el espíritu del mundo donde todos quieren ser los primeros, y adoptemos la sensibilidad del siervo que solo le preocupa que su Señor esté servido. Los ojos de todos deben ver a Jesús en nosotros, y nunca debemos procurar nuestra propia gloria. Toda conducta distinta a ésta es execrable para un heraldo del Rey, y Dios no dará por inocente a aquellos que quieran robar Su honra. Mengüemos y sea la oración del salmista la nuestra: “No a nosotros, Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad” (Salmos 115:1). ¡Amén!

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