Esto lo puedo relatar en tiempo pasado por la gracia de Dios. Hace poco más de tres años me llamaron a trabajar a una empresa donde me ofrecieron muchas cosas que en ese momento no tenía. Yo creía que los conocía y que tenía una buena relación con esa gente, pero muy lejos de mí estaba darme cuenta del infierno en el que me estaba metiendo. Hoy puedo decir que, a pesar de la tremenda decepción y de la tristeza que durante mucho tiempo embargó mi corazón, la experiencia, de la mano de Dios, valió la pena. Esto no le da crédito a mis empleadores, toda vez que es Dios quien me ha sostenido durante todo el tiempo.
Pero dos cosas pude observar: una, que salvo excepciones, había empleados que permanecieron mucho tiempo en esa empresa, más de diez años. La otra es que constantemente era violada la autoestima de esas personas, que generalmente tenían pocos estudios o preparación. Ese era el motivo de su prolongada estadía en la empresa. Creían que si se iban de allí no tenían a dónde ir y que no servían para otra cosa. Que lo que les pagaban allí en ninguna parte se lo iban a pagar…
Cuando llegué a ese sitio, literalmente me subieron a un pedestal de perfección, precisión y eficiencia. Pero pronto descubrieron que yo era un ser humano normal, con días brillantes y con días negros; con aciertos y con errores, con certezas y con dudas. Que sabía unas cuántas cosas, que conocía bien mi trabajo, pero que también tenía mucho que aprender. Con la misma vehemencia con que me subieron a un pedestal, me bajaron y me enterraron bajo una montaña de basura.
Cuando llegué a ese sitio, literalmente me subieron a un pedestal de perfección, precisión y eficiencia. Pero pronto descubrieron que yo era un ser humano normal, con días brillantes y con días negros; con aciertos y con errores, con certezas y con dudas. Que sabía unas cuántas cosas, que conocía bien mi trabajo, pero que también tenía mucho que aprender. Con la misma vehemencia con que me subieron a un pedestal, me bajaron y me enterraron bajo una montaña de basura.
Pero lo peor de todo es que de repente yo mismo me encontré haciendo lo mismo. En cierta oportunidad mi hija me mostraba el boletín trimestral de calificaciones de su colegio. En varias asignaturas había mantenido el promedio, en otras inclusive había mejorado, pero en dos había bajado. Me fijé en esas dos y se lo hice notar de forma despectiva, y en un momento no la vi más. Se había encerrado en su habitación a llorar.
Súbitamente, aquél día se encendió un “semáforo rojo” en mi vida. Después de pedirle perdón a mi hija y de animarla porque en general había mejorado, pero que era necesario no descuidar esas bajas, caí en la cuenta de que el mismo desprecio que estaba recibiendo en el trabajo, lo estaba incorporando a mi vida y trayéndolo al mismísimo seno de mi familia, como una enfermedad cruel y contagiosa.
Hay personas a las que les interesa que tú mismo creas que eres un tonto o poca cosa. Es una manera mediocre de tenerte bajo su control, pero altamente corrosiva y dañina, que se extiende como mancha de ácido corrompiendo y destruyendo todo lo que toca.
Alguien dijo “Donde pisa Billy, no crece más el pasto”. Y hay muchas personas así. Pero ¡cuidado!, como un perro rabioso que muerde y contagia con su mordedura la mortal enfermedad, así ocurre con nosotros. Cuando somos mordidos por el perro del desprecio, la descalificación, cuando nuestra propia autoestima resulta denostada, si no hacemos algo al respecto, la enfermedad pronto nos invadirá.
Alguien dijo “Donde pisa Billy, no crece más el pasto”. Y hay muchas personas así. Pero ¡cuidado!, como un perro rabioso que muerde y contagia con su mordedura la mortal enfermedad, así ocurre con nosotros. Cuando somos mordidos por el perro del desprecio, la descalificación, cuando nuestra propia autoestima resulta denostada, si no hacemos algo al respecto, la enfermedad pronto nos invadirá.
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