“Nos vemos atribulados en todo, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos. Dondequiera que vamos, siempre llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Jesús, para que también su vida se manifieste en nuestro cuerpo”.
(2 Corintios 4:8 – 10 NVI)
Me rindo, bajo los brazos y no lucho más, es la resolución que un corazón roto declara en la medida que llora su frustración y derrota. Sé que hay esperanza, porque antes viví la misma escena oscura en la cual la tristeza ahogó mis emociones, lo que me lleva a pensar que estoy condenada a la soledad, mientras la bruma me cobija del frío intenso del desamor.
Nací para ser amada y he sido rechazada, humillada, despreciada y traicionada, no una sino varias veces. Sueño con un nuevo panorama en donde el sol brille y me dé su calor sin condiciones, en el que pueda ser valorada sin señalamientos de ninguna clase.
Reconozco mi debilidad y mis faltas, no soy perfecta aunque mi apodo sea "santurrona" y en mis oídos retumben las flechas venenosas del odio, el resentimiento y la desidia, que la falta de perdón construye en el corazón del ser amado.
Sí, aposté y se me olvidó que los juegos de azar son pecado, me arriesgué a creer que podía ser diferente, pero encontré el grito aterrador de la destrucción.
Pasó un huracán por mi vida y arrasó nuevamente lo construido en bases de arena movediza, en cimientos agrietados por los errores del pasado. Me hundí en mi propio vómito, volví al lugar a donde jamás pensé regresaría, al punto inicial de todo, aquella noche en la que renegué de mi fe por la decepción, el desánimo y el abandono.
Sí, soy hija de Dios, dicen que unas veces soy víctima y otras victimaria, mas en el fondo de mi alma no sé si soy solo una simple espectadora de una película de terror, cuyo director me ilusiona con falsas expectativas y me sube a lo alto de una torre, para empujarme al vacío sin contemplaciones y sin piedad.Mi mente está embargada de los peores pensamientos, pues un mar de atormentados sentimientos de desesperación gritan pero no son escuchados. Siento una impotencia total, tengo la mirada perdida en el horizonte sin final, en donde no se sabe si a lo lejos es plano o es redondo, o simplemente no hay nada más que ver.
Amé y fui defraudada, amé una vez más y nada pasó, pero llego a la conclusión de que vencida no estoy, porque reconocer mi derrota me hace ganadora, y en los brazos de mi Señor, de donde nunca debí salir, hallaré consuelo y tendré claridad de sus planes para mí.
De improviso me equivoqué en mi intención de ser esposa, ¡bueno!, realmente no lo sé, esto sucede cuando uno se auto-bendice y no camina bajo la voluntad del Señor, cuando hace lo que le da la gana, aplicando la ley del libre albedrío; cuando se actúa sin medir las consecuencias, cuando se piensa y se habla esperando que los posibles golpes bajos cumplan su cometido, cuando simplemente esperas ser asesinada por la crueldad de un corazón de piedra, que amenaza continuamente con arrebatarte hasta el último suspiro de vida.
Sé que el enemigo quiere, pretende y anhela acallar mi voz, mis escritos, mi lamento, mi grito herido, pero no tengo pelos en la lengua para decir que decido amar a quien no me falla, a quien no me juzga, a quien me acepta tal como soy, y recibe la ofrenda de mi amor sin que obtenga yo como retribución, el desprecio por su parte de la humildad de lo que represento, una mujer herida, derribada, pero no destruida.
Recuperada la dignidad, he decidido no volverla a perder en el nombre de Jesús. Me levanto victoriosa, y aunque avanzo temerosa, confundida, con dolor, quizás cojeando, soy optimista en el sentido de que vendrán tiempos mejores, que el enemigo que se ensaña hoy contra mí, está vencido, y que en el momento oportuno se revelará la gloria de Dios en mi vida.
Decidida estoy a no renunciar a mi herencia eterna, a continuar en mi lucha en edificar vidas, en consolar almas perdidas si así me lo ordena Dios; ese es mi llamado, exhortar, hablar de sus maravillas, aun cuando me encuentre en el ojo del más temible huracán.
Decidida estoy a no renunciar a mi herencia eterna, a continuar en mi lucha en edificar vidas, en consolar almas perdidas si así me lo ordena Dios; ese es mi llamado, exhortar, hablar de sus maravillas, aun cuando me encuentre en el ojo del más temible huracán.
“Tú eres mi refugio; tú me protegerás del peligro y me rodearás con cánticos de liberación. El Señor dice: Yo te instruiré, yo te mostraré el camino que debes seguir; yo te daré consejos y velaré por ti.”
(Salmos 32:7-8 NVI)
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