miércoles, 9 de marzo de 2016

Abigail

“Estoy por desfallecer; el dolor no me deja un solo instante. Voy a confesar mi iniquidad, pues mi pecado me angustia. Muchos son mis enemigos gratuitos; abundan los que me odian sin motivo”
(Salmos 38:17-19 NVI)
abigailLágrimas caían por su rostro, sangre brotaba de la herida más profunda de su corazón. Amó sin ser correspondida, entregó su dignidad, y una y otra vez fue golpeada hasta quedar totalmente derrotada, a la deriva en un mar de dudas y sentimientos llenos de dolor, e inmersa en una incertidumbre sin sentido. Allí estaba ella, observando el horizonte sin esperanza, decepcionada, y sin fuerzas para levantar el vuelo muy alto hasta conquistar sus sueños;…la razón era evidente, habían sido aniquilados…
Su corazón se había roto en mil pedazos, no había posibilidades de vida pues ya había renunciado a ella. La felicidad no existe, se repetía incesantemente; su pecho apretujado, encerraba el secreto más grande. Derrotada y vilmente maltratada, Abigail se entregaba a la desdicha, que era la única salida que aparentemente tenía para esa situación, pues aún lo amaba.
A solas en su habitación, gritó fuerte ¡No puedo más!, quítame este dolor, ayúdame no quiero sentirme sola, te necesito; dirigía sus palabras a aquel Dios del que había escuchado hablar pero que aún no conocía, miraba al cielo estrellado, pues era de noche esperando una respuesta a tanto sufrimiento, y no entendía el porqué de lo que estaba enfrentando; sabía que no era perfecta, que también había cometido errores, pero no creía merecer vivir de esa manera…
En medio de su soledad, con su alma quebrantada, la fuerza del Señor se adueñó de ella, y ya no se sintió débil. Él le susurraba suavemente al oído, que la amaba, que había apartado su mirada de ella por un instante, pero que nunca más lo volvería a hacer, porque era importante para Él, era su niña consentida, la luz de sus ojos.
“Te abandoné por un instante, pero con profunda compasión volveré a unirme contigo. Por un momento, en un arrebato de enojo, escondí mi rostro de ti; pero con amor eterno te tendré compasión, dice el Señor, tu Redentor”.
(Isaías 54:7 – 8 NVI)
Abigail fue pasada por el fuego de la prueba para ser perfeccionada en su amor. Dios, se acercó a ella para curar sus heridas, vendarla con especial cuidado y restaurarla, para que ella conociera el significado del amor verdadero, aquel que no te falla, que está presente en las buenas y en las malas, para animarte, consolarte, levantarte cuando lo necesites.
“Se acercó, le curó las heridas con vino y aceite, y se las vendó. Luego lo montó sobre su propia cabalgadura, lo llevó a un alojamiento y lo cuidó.
(Lucas 10:34 NVI)
Nada volvió a ser igual, su pasado había quedado atrás. Las cicatrices ya no sangraban, pero permanecían allí para recordarle día tras día, que su verdadero amor seguiría a su lado para siempre. Preguntarse por qué era ilógico, era el para qué de las cosas lo que la hacía sonreír. Abigail era otra persona, con un proyecto de vida definido, con sueños nuevos por cumplir y una luz de esperanza a su alrededor. Sus ojos podían ver el esplendor de su gloria, había retomado el rumbo de su vida para darse la oportunidad de olvidar, perdonar y avanzar hacia el cumplimiento de un propósito divino, diseñado exclusivamente para ella.
Antes de formarte en el vientre, ya te había elegido; antes de que nacieras,
ya te había apartado; te había nombrado profeta para las naciones.
(Jeremías 1:5 NVI)

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