Quizá hayan escuchado la historia de John Stephen Akhwari, el atleta de Tanzania que quedó en último lugar en las Olimpiadas de 1986 en México, en la prueba de maratón.
El caso fue que la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos había concluido. Los espectadores y participantes, empezaban a abandonar el estadio. Ya había anochecido, cuando de repente, por los altavoces del estadio, se pidió a los pocos asistentes que aún quedaban que se sentasen.
¿Qué pasaba? … Pues que John Stephen Akhwari, se acercaba lentamente en la oscuridad. Entró renqueando al estadio olímpico, dando muestras evidentes de un dolor que le punzaba en una de sus sangrantes piernas. John prácticamente cruzó andando el túnel. No podía más; se había caído más o menos en el Km. 19, golpeándose la rodilla y, como se pudo comprobar en la revisión médica posterior, dislocándose un hombro.
¿Qué pasaba? … Pues que John Stephen Akhwari, se acercaba lentamente en la oscuridad. Entró renqueando al estadio olímpico, dando muestras evidentes de un dolor que le punzaba en una de sus sangrantes piernas. John prácticamente cruzó andando el túnel. No podía más; se había caído más o menos en el Km. 19, golpeándose la rodilla y, como se pudo comprobar en la revisión médica posterior, dislocándose un hombro.
Le quedaban ya los 400 metros finales de la maratón.
Una vez cruzada la meta, un periodista le preguntó: ¿por qué después de la caída, con el dolor que sentía y sin opciones de lograr una posición relevante, decidió seguir en la competición? Akhwari contestó: “Mi país no me envió a México a iniciar la carrera, sino a terminarla.”
Podríamos entonces, acomodar la frase de este esforzado atleta, señalando también, que Dios no nos ha enviado a este mundo a iniciar una carrera, sino a terminarla.
“Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante”
(Hebreos 12:1).
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