El Hermano Lorenzo conversó conmigo muy frecuentemente, y con gran apertura de corazón, respecto a la manera de ir a Dios, de lo cual ya hemos mencionado algo. Me decía que todo consiste en una renuncia de corazón, a todas las cosas que nos impiden llegar a Dios. Podemos acostumbrarnos a conversar continuamente con Él con libertad y simplicidad. Para dirigirnos a Él a cada momento, solo necesitamos reconocer íntimamente que Dios está presente con nosotros, y que podemos pedir su ayuda para conocer su voluntad en cosas dudosas y para hacer correctamente aquellas otras que entendemos claramente lo que Él requiere de nosotros. En nuestra conversación con Dios, también deberíamos alabarlo, adorarlo y amarlo por su infinita bondad y perfección. Sin desanimarnos por la suma de nuestro pecados, deberíamos orar pidiendo su gracia con una confianza perfecta, confiando en los méritos infinitos de nuestro Señor, porque Dios nunca deja de ofrecernos su gracia continuamente. El Hermano Lorenzo percibió esto con gran claridad. Dios nunca dejó de ofrecerle su gracia excepto cuando sus pensamientos comenzaban a vagar y perdían su sentido de la presencia de Dios, o cuando se olvidaba de pedirle ayuda.
Cuando no tenemos otro propósito en la vida excepto el de agradarle, Dios siempre nos da luz en nuestras dudas. Nuestra santificación no depende de un cambio de actividades, sino de hacer para la gloria de Dios, todo aquello que normalmente hacemos para nosotros mismos. Él pensaba que era lamentable ver como mucha gente confundía los medios con el fin, dedicándose a hacer ciertas cosas que hacían muy imperfectamente, debido a sus consideraciones humanas egoístas. El método más excelente que había encontrado para ir a Dios era el de hacer las cosas más normales sin tratar de agradar a los hombres, sino puramente por amor a Dios.
El Hermano Lorenzo sentía que era un gran engaño pensar que los momentos dedicados a la oración eran diferentes de otros momentos del día. Estamos íntimamente obligados a unirnos a Dios por medio de la acción... en el tiempo de la acción, y por medio de la oración... en el tiempo de oración. Su propia oración no era nada más que un sentido de la presencia de Dios, cuando y porque su alma no era sensible a nada excepto al Amor Divino. Y cuando terminaban los momentos dedicados a la oración, no hallaba ninguna diferencia porque seguía estando con Dios, alabándolo y bendiciéndolo con toda su capacidad. Así pasaba su vida en un gozo continuo, aunque esperaba que Dios permitiría que le sobrevinieran algunos sufrimientos cuando estuviera más fortalecido.
El Hermano Lorenzo decía que, de una vez por todas, debíamos poner toda nuestra confianza en Dios y rendirnos por completo a Él, seguros de que no nos defraudará. No debemos cansarnos de hacer las cosas pequeñas por amor a Dios, porque Él no tiene en cuenta lo grande de la obra sino el amor con que la hacemos. Que no deberíamos sorprendernos si, al principio, fallamos frecuentemente en nuestros intentos, pues al final adquiriremos un hábito que de forma natural, nos hará actuar sin que nos ocupemos de ello, y para nuestro mayor deleite. El todo del cristianismo eran la fe, la esperanza, y la caridad, y si las practicamos, llegaremos a estar unidos a la voluntad de Dios. Todo lo demás es de menor importancia, y debe usarse como un medio para llegar a nuestro fin, y entonces todo lo demás es absorbido por la fe y el amor. Pues todas las cosas son posibles para el que cree, son menos difíciles para el que espera, y son más fáciles para el que ama, y aún más fáciles para el que persevera en la práctica de estas tres virtudes.
El fin que debemos perseguir es llegar a ser en esta vida los adoradores de Dios más perfectos que podamos ser, los adoradores que esperamos ser durante toda la eternidad. Decía que cuando alcanzamos este nivel espiritual, deberíamos considerar y examinar a fondo lo que somos... y lo que fuimos. Y entonces nos encontraríamos dignos de todo desprecio, e inmerecedores del nombre de Cristianos, sujetos a toda clase de miserias y de innumerables accidentes que nos preocupan y causan perpetuas vicisitudes en nuestra salud, en nuestro humor, en nuestras disposiciones internas y externas. ¡Ay!, somos personas a las que Dios podría humillar mediante muchos
dolores y trabajos, interiores y exteriores. Después de esto, no deberíamos sorprendernos de que los hombres nos tienten, de que se opongan a nosotros y nos contradigan. Por el contrario, debemos someternos a esas pruebas y soportarlas tanto como Dios quiera, porque son cosas altamente ventajosas para nosotros. La mayor perfección a la que puede aspirar un alma, es a la dependencia total de la Gracia Divina.
Siendo cuestionado por uno de su propia sociedad (a quien estaba obligado a abrirse), en cuanto a los medios por los cuales había obtenido este sentido de la presencia de Dios, le dijo que desde que había venido al monasterio, había considerado a Dios como el fin de todos sus pensamientos y deseos, como la meta a la cual todos deberían aspirar, y en la cual todos deberían terminar. Notó que en el principio de su noviciado pasaba las horas señaladas para la oración privada pensando en Dios, tratando de convencer a su mente y de impresionar profundamente a su corazón, de la existencia divina, y lo hacía más bien por sentimientos devotos y por sumisión a la luz que le daba la fe, que por estudiados razonamientos y elaborada meditación. Mediante este simple y seguro método, se ejercitó en el conocimiento y el amor de Dios, decidiendo emplear sus mayores esfuerzos para vivir en un sentido continuo de Su Presencia, y, en lo posible, no olvidarlo jamás. Así que, después de llenar su mente con este sentir de aquel Ser Infinito, iba a trabajar a la cocina (era el cocinero de la sociedad). Allí, primero consideraba cada una de las cosas que le requería su oficio, y cuándo y cómo debía ser hecha cada cosa, y antes de trabajar le decía a Dios, con la confianza de un hijo a su Padre: “Oh, Dios mío, puesto que Tú estás conmigo, y porque ahora debo, en obediencia a tus mandamientos, aplicar mi mente a estas cosas externas, te suplico que me concedas la gracia para continuar en tu presencia, y prospérame para este fin con tu asistencia. Acepta todas mis obras, y posee todos mis afectos.”
Mientras trabajaba, continuaba su conversación familiar con su Hacedor, implorando su gracia y ofreciéndole a Él todos sus actos. Cuando había terminado, se examinaba a sí mismo para ver cómo había cumplido su deber. Si veía que lo había hecho bien, volvía a dar gracias a Dios. Si no lo había hecho bien, le pedía perdón y, sin desanimarse, de nuevo ponía su mente en orden. Entonces continuaba su ejercicio de la presencia de Dios, como si nunca se hubiera desviado de ello. “De esta manera”, decía él, “me levantaba después de mis faltas, y mediante renovados y frecuentes actos de fe y amor, he llegado a un estado dentro del cual me resulta difícil no pensar en Dios, algo que al principio me resultaba difícil acostumbrarme.”
Debido a que el Hermano Lorenzo había encontrado una gran ventaja en caminar en la presencia de Dios, era natural que lo recomendara fervientemente a otros. Pero lo que es más sorprendente, su ejemplo era un incentivo más fuerte que cualquier argumento que pudiera proponer. Su mismo semblante se veía con tal devoción dulce y calma, que nada más podía afectar a los que lo contemplaban. Y no se podía dejar de apreciar que en los momentos de mayor apuro en el trabajo de la cocina, él seguía manteniendo sus ideas e inclinaciones celestiales. Nunca estaba apurado ni ocioso, sino que hacía cada cosa a su tiempo, con una compostura y tranquilidad de espíritu que no se interrumpían nunca. Decía: “Para mí, el tiempo de trabajo no difiere del tiempo de oración, y en medio del ruido y el alboroto de mi cocina, con varias personas pidiéndome al mismo tiempo cosas diferentes, tengo una gran tranquilidad en Dios, como si estuviera sobre sus rodillas en la Santa Cena”.
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