lunes, 29 de febrero de 2016

Deja que Dios derribe de una vez por todas a tu Jericó

Los muros de Jericó eran inmensos. Rodeaban a la ciudad como una armadura, dos círculos de piedra concéntricos que se elevaban un total de 12.19 metros sobre el nivel del suelo. Impenetrable.
Los habitantes de Jericó eran feroces y crueles. Resistían todos los asedios y rechazaban a todos los invasores. Eran culpables de sacrificar niños. ¡Hasta quemaban a sus propios hijos en sus altares! (Deuteronomio 12.31). Eran como la Gestapo en versión de la Edad de Bronce, tiranos despiadados en los valles de Canaán.
Hasta el día en que Josué apareció. Hasta el día en que su ejército se puso en marcha. Hasta el día en que los ladrillos se agrietaron y las peñas se rompieron. Hasta el día en el que todo tembló… las piedras de los muros, las rodillas del rey y las muelas de los soldados. El fuerte impenetrable se topó con la fuerza imparable. La poderosa Jericó se desmoronó.
Y esto es lo que debes saber sobre Josué: él no derribó los muros. Los soldados de Josué nunca tuvieron que mover un mazo. Sus hombres nunca desplazaron un ladrillo. Nunca echaron una puerta abajo ni removieron una piedra.
¿El zarandeo, la sacudida, el estruendo y el derrumbamiento de los muros? Dios lo hizo por ellos. Y Dios lo hará por ti.
Tu Jericó es tu miedo. Tu Jericó es tu enojo, tu amargura y tu prejuicio; tu inseguridad sobre el futuro. Tu culpa sobre el pasado. Tu negatividad, ansiedad y tendencia a criticar, a analizar demasiado o a dividir algo en elementos menores. Tu Jericó es cualquier actitud o mentalidad que no te permita alcanzar alegría, paz o descanso.
Deja que Dios derribe de una vez por todas a tu Jericó. No temas, Él lo hará por ti.

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