“Uno de los doce, el que se llamaba Judas Iscariote, fue a ver a los jefes de los sacerdotes. - ¿Cuánto me dan, y yo les entrego a Jesús?, les propuso. Decidieron pagarle treinta monedas de plata. Y desde entonces Judas buscaba una oportunidad para entregarlo”. (Mateo 26:14-16 NVI)
Persona misteriosa y sombría, poco se conoce de ella en la escrituras, únicamente lo que se menciona de él en el Nuevo Testamento en su caminar como apóstol de Jesús.
Allí, en medio de los doce, escuchando a Jesús predicar, compartiendo con Él momentos especiales de unción, crecimiento y comunión espiritual.
Asombrosa es la manera como Jesús lo trató, siempre con amor, perdón y reconciliación, aun sabiendo que él traería a su vida traición y muerte.
Conocía el corazón de Cristo, pero desvió su mirada a la avaricia; dejó de escuchar la voz de Dios para tomar el camino a la destrucción; es más, jamás sabremos si realmente le escuchó alguna vez. Su dios dinero, lo impulsaba a robar, y ambicionar riquezas sin importar lo que pudiera causar al prójimo.
Al igual que nosotros, Judas cumplió el plan y propósito que Dios había trazado para él. Jesús debía morir crucificado para el perdón de nuestros pecados, y el instrumento usado, en ese momento, para que se cumpliera lo que estaba escrito era él.
Vendió no solo a Jesús, también sus principios, su integridad, sus oportunidades, puede que hasta sus sueños y proyectos, por solo unas monedas de metal, que aunque tenían un gran valor para aquella sociedad, al estar untadas de sangre, las hacía malditas y reprochables ante los hombres y ante el Creador.
Se apartó de la fe verdadera, y tomó el camino de la oscuridad, hipocresía y muerte ofrecido por satanás.
Al igual que Judas, somos responsables de crucificar a Jesús una y otra vez, con nuestras acciones carentes de fe e inundadas de dudas. Traicionamos su nombre cuando cedemos ante la presión del mundo, por recibir dádivas de fama, prosperidad económica o satisfacción emocional. Somos ajenos a la tristeza que causamos a otros, vivimos en desobediencia y sin un arrepentimiento auténtico, a pesar de ver las atroces consecuencias que traen las decisiones guiadas por nuestro afán de protagonismo.
Fuimos elegidos, escogidos, apartados por el Todopoderoso, proclamados sus hijos amados, y aún así, conociendo sus bondades, nos paramos frente al abismo para morir ahorcados, suspendidos en medio de la iniquidad causada por el pecado reinante en nuestras vidas.
¡Qué sentiría Jesús, cuando Judas lo besó en su mejilla! Era humano, Judas era su amigo, le había dado confianza, y al igual que a los otros, Cristo se había tomado el tiempo para instruirlo y darle a conocer las escrituras y las enseñanzas del Padre de una vida en Santidad. Sin embargo, decidió saltar al precipicio para ser cubierto por la sangre de aquel, que por amor, ya había decidido morir por él.
¡Qué sentiría Jesús, cuando Judas lo besó en su mejilla! Era humano, Judas era su amigo, le había dado confianza, y al igual que a los otros, Cristo se había tomado el tiempo para instruirlo y darle a conocer las escrituras y las enseñanzas del Padre de una vida en Santidad. Sin embargo, decidió saltar al precipicio para ser cubierto por la sangre de aquel, que por amor, ya había decidido morir por él.
Quiso deshacer aquel negocio, pero el sonido de las 30 monedas recibidas al ser arrojadas al suelo, retumbó en lo más profundo de su ser, para recordarle que cada mala acción trae una consecuencia, y que aquel que atenta contra el Hijo de Dios, será condenado por la eternidad a la desidia y a la destrucción.
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