Cesan las burlas. Callan los labios mentirosos. El choque de armas y el tumulto de la batalla, “con revolcamiento de vestidura en sangre” (Isaías 9:5), han concluido. Sólo se oyen ahora voces de oración, llanto y lamentación. De las bocas que se mofaban poco antes, estalla el grito: “El gran día de su ira es venido; ¿y quién podrá estar firme?” Los impíos piden ser sepultados bajo las rocas de las montañas, antes que ver la cara de Aquel a quien han despreciado y rechazado.
Conocen esa voz que penetra hasta el oído de los muertos. ¡Cuántas veces sus tiernas y quejumbrosas modulaciones no los han llamado al arrepentimiento! ¡Cuántas veces no ha sido oída en las conmovedoras exhortaciones de un amigo, de un hermano, de un Redentor! Para los que rechazaron su gracia, ninguna otra podría estar tan llena de condenación ni tan cargada de acusaciones, como esa voz que tan a menudo exhortó con estas palabras: “Volveos, volveos de vuestros caminos malos, pues ¿por qué moriréis?” Ezequiel 33:11. ¡Oh, si solo fuera para ellos la voz de un extraño! Jesús dice: “Por cuanto llamé, y no quisisteis escuchar; extendí mi mano, y no hubo quien atendiera; antes desechasteis todo consejo mío, y mi reprensión no quisisteis”. Proverbios 1:24, 25. Esa voz despierta recuerdos, que ellos quisieran borrar, de avisos despreciados, invitaciones rechazadas, privilegios desdeñados.
En la vida de todos los que rechazan la verdad, hay momentos en que la conciencia se despierta, en que la memoria evoca el recuerdo aterrador de una vida de hipocresía, y el alma se siente atormentada de vanos pesares. Mas, ¿qué es eso comparado con el remordimiento que se experimentará aquel día “cuando viniere como huracán vuestro espanto, y vuestra calamidad como torbellino”? Proverbios 1:27 (VM). Los que habrán querido matar a Cristo y a su pueblo fiel son ahora testigos de la gloria que descansa sobre ellos.
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