jueves, 29 de octubre de 2015

La casa de los mil espejos

En un pueblo de un país lejano había una casa abandonada por muchísimo tiempo, tanto, que ninguno de sus habitantes afirmaría que al nacer, la casa no estaba. En cierta oportunidad, un perrito, al ver que podía entrar a su interior, decidió refugiarse del fuerte sol implacable que castigaba a la aldea. Se sorprendió mucho cuando se encontró con mil perritos que, como él, movían la cola. Ladró, y los mil perritos también ladraron, dio un salto y los otros también saltaron. Se acercó un poco levantando las orejas, y ellos hacían lo mismo. Todo le causaba mucha gracia, ladró alegremente y los mil perritos hicieron lo mismo, hasta que decidió regresar con su amo. 
Lo pasé súper bien con ellos, voy a volver otro día para jugar, dijo. A los pocos días, otro perrito se las arregló para entrar, y al verse rodeado de tantos perritos iguales a él, ladró frenéticamente mostrando sus dientes, y los demás hicieron lo mismo. Quiso abalanzarse sobre uno de ellos, gruñendo y mostrando en su cara lo malo que era, y no le quedó más remedio que salir huyendo porque todos juntos hicieron lo mismo, provocándole terror. Al salir, dijo: -Nunca más volveré a entrar ahí, con esos perros es mejor no tratar. En el frontis de la casa había un letrero que decía, “La casa de los mil espejos”.

El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos. Salmos 10:4. El corazón alegre hermosea el rostro; mas por el dolor del corazón el espíritu se abate. Proverbios 15:13.

¿Qué tipo de rostro estás mostrando a las personas que te rodean? Los dos perritos mostraron dos actitudes, y vieron su propio reflejo en los mil espejos. Uno juguetón y alegre, el otro iracundo y peleador. Lo que son los individuos se muestra en el rostro, lo dice la Palabra de Dios. El contraste se hace evidente en los dos versículos, está el malo, que en su rostro no hay evidencia de bondad, ni siquiera una pizca que indique que piensa en Dios, y está el bueno, que agradecido a Dios, muestra en su rostro la alegría que siente. Los hijos y las hijas del Señor llevan a Cristo, muestran a Cristo, dan a conocer a Cristo, es la mayor predicación sin palabras para un mundo que le cuesta creer, muchas veces, por causa de los mismos creyentes. Tu rostro es lo primero a lo que se enfrenta aquél a quien predicas, antes que tus primeras palabras.

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