jueves, 10 de septiembre de 2015

Libertad en el fracaso

Es increíble lo fuertes que podemos volvernos cuando comprendemos lo débiles que somos.
Pero Pedro y Juan replicaron: ¿Es justo delante de Dios obedecerlos a ustedes en vez de obedecerlo a él? ¡Júzguenlo ustedes mismos! Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído. Hechos 4:19-20
Si nos tomáramos un instante para volver a leer el relato de la negación de Pedro, en Mateo 26, nos costaría, frente al texto anterior, creer que se trata de la misma persona. Las circunstancias son prácticamente iguales, en ambos incidentes el apóstol fue confrontado y tuvo la misma oportunidad de confesar que era seguidor de Cristo.
No obstante, en la primera escena vemos a un Pedro miedoso, atemorizado por las posibles consecuencias de la sencilla acción de abrir la boca y afirmar que era discípulo de Jesús. Y optó por la mentira, no solamente una vez, sino tres veces, negando con la vehemencia de los que están acorralados, que alguna vez hubiera
 pasado tiempo con el Maestro de Galilea.
Muchas veces los más intrépidos miembros del cuerpo son los que han sido rescatados de las peores condiciones.
La transformación de Pedro, en la escena narrada en Hechos, es absoluta. Lejos de sentirse intimidado por las amenazas del Sanedrín, los confrontó con audacia y proclamó que no tenía intención, ni por un instante, de retomar el camino que tan apasionadamente abrazó en aquella ocasión: el silencio. ¿Cómo hemos de explicar un cambio tan radical en la persona de Pedro?
La respuesta la hallamos en ese dramático encuentro que tuvo con el Jesús resucitado, a orillas del mar de Galilea. Había gustado, previamente, el fruto amargo de no arriesgarse por el Señor, lo que le causó una tristeza y una desilusión tan profundas que, seguramente, creyó que todos sus sueños y proyectos de ser parte del movimiento que había iniciado el Cristo estaban muertos. La gran profundidad de su caída preparó su asombrosa recuperación después de la ascensión de Cristo. El encuentro que tuvo con Jesús desató todo el potencial que había en él, el cual había llevado al Padre a incluir al pescador en el grupo de los Doce.

En ese encuentro, el Señor llegó a Pedro con instrucciones precisas: "pastorea mis ovejas". Es decir, que se dedicara a hacer el trabajo para el cual había sido llamado. Esta extraordinaria comisión nos resulta difícil de digerir, porque estamos acostumbrados a evaluar a las personas en función de sus logros. Podemos decir, sin temor a errar, que en muchas congregaciones alguien que hubiera pasado por una experiencia similar a la de Pedro, seguramente sería descartado del ministerio, y probablemente de forma definitiva. Pero Cristo revela, en esta ocasión, una de las mayores verdades del evangelio: nuestros fracasos no condicionan los proyectos de Dios. Lo que mantiene vivo el proyecto del Señor para nuestras vidas, no es nuestra propia fidelidad sino la fidelidad de Aquél que nos ha llamado. De una forma muy real, Jesús le está diciendo al desilusionado discípulo:"¡Levántate! Yo sigo creyendo en ti."

Es solamente al descubrir la extraordinariamente profunda que es la gracia de Dios, cuando podemos alcanzar nuestro verdadero potencial en Cristo. Nadie parece entender mejor esto que aquellos que han experimentado los más desgarradores fracasos. Por eso, muchas veces los más intrépidos miembros del cuerpo son los que han sido rescatados de las peores condiciones.



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