Las pasiones tienen mala prensa por estos lares. Se ha adoctrinado a la congregación a creer que la pasión es una seducción maligna, una condición del alma que es menester evitar para conservar la pureza. Pero eso no es totalmente correcto,... es algo así como un eufemismo, y no llega a la categoría de sofisma. Los maestros piensan, y así enseñan, que la intensidad de los sentidos conduce siempre a lo sexual. El error está en el siempre. Es verdad, el cuerpo tiene argumentos que hacen imposible la correcta razón. Pero hay más que el cuerpo. Está el intelecto, la memoria, la percepción, la sensibilidad entre otras cosas posibles para la pasión.
Pero no son los apetitos inconfesos o inconfesables el tema de este mensaje, sino la pasión por los libros. Veamos: hay gente a la que le encanta presumir de que ha leído, y salpica sus palabras con frases del tipo “como dijo Chaucer”, sabiendo que su audiencia no tiene ni idea de quién es el tipo; además, por todos es sabido que mucha gente utiliza citas ilustres sacadas de Google sin haber leído jamás un libro. Sería faltar al respeto a los lectores, si lo hiciera.
Tenía cinco años cuando aprendí a leer. Desde entonces y sin tregua hasta estos días raros y complejos, los libros son casi la pasión más importante de mi vida. Debí haber tenido doce años cuando viví una experiencia singular. El tío Carlos me había regalado un tomo de las obras completas de Thomas Mayne Reid, editado por Aguilar, y finamente encuadernado. Una tarde estaba absorto en la lectura, cuando de pronto, todo lo que me rodeaba literalmente desapareció, y me vi inmerso en el paisaje: la luz, los colores, las texturas, los aromas, el viento, el calor, todo se hizo parte de mí. Había entrado en un mundo irreal y maravilloso. Pero no, no fue una alucinación: solo había aceptado el orden de la imaginación, ese otro universo de nuestra mente. El libro había sido el pasaporte hacia allá, y... ¡caramba! ¿acaso no es dónde y cómo vivo una buena parte de mi tiempo?
Y así, todos los libros… Una vez quise acometer la absurda tarea de anotar todos los libros que había leído. No era necesario. Están todos dentro de mí. Esos libros raros como Las Islas, mágicos como Cien Años de Soledad, misteriosos como El Nombre de la Rosa, complicados como El Hombre Rebelde, hilarantes como Wimpi, el gusano loco…
Tenía cinco años cuando aprendí a leer. Desde entonces y sin tregua hasta estos días raros y complejos, los libros son casi la pasión más importante de mi vida. Debí haber tenido doce años cuando viví una experiencia singular. El tío Carlos me había regalado un tomo de las obras completas de Thomas Mayne Reid, editado por Aguilar, y finamente encuadernado. Una tarde estaba absorto en la lectura, cuando de pronto, todo lo que me rodeaba literalmente desapareció, y me vi inmerso en el paisaje: la luz, los colores, las texturas, los aromas, el viento, el calor, todo se hizo parte de mí. Había entrado en un mundo irreal y maravilloso. Pero no, no fue una alucinación: solo había aceptado el orden de la imaginación, ese otro universo de nuestra mente. El libro había sido el pasaporte hacia allá, y... ¡caramba! ¿acaso no es dónde y cómo vivo una buena parte de mi tiempo?
Y así, todos los libros… Una vez quise acometer la absurda tarea de anotar todos los libros que había leído. No era necesario. Están todos dentro de mí. Esos libros raros como Las Islas, mágicos como Cien Años de Soledad, misteriosos como El Nombre de la Rosa, complicados como El Hombre Rebelde, hilarantes como Wimpi, el gusano loco…
Y luego, vuelta a la realidad, vuelta a la verdad que es Dios.
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