“Lámpara es a mis pies tu palabra, y lumbrera a mi camino”
(Salmo 119:105).
Trabajaba en la edición de unos artículos cuando sonó el teléfono de casa. Reconocí enseguida la voz al otro extremo de la línea. Un par de días antes había hablado con él personalmente. La diferencia es que su tono era menos alegre en esta ocasión. Comenzó con un saludo protocolario y luego procedió a contarme cómo se sentía en ese momento. Respetando apenas unas pocas pausas para respirar, me dijo que su iglesia no lo valoraba, que su pastor no lo entendía y que sus líderes no contaban con él para casi nada. Se sentía inútil, desvalorizado y miserable. Se sentía inferior y ese sentimiento era reforzado por la actitud de las personas que le rodeaban. Debo reconocer que también fue autocrítico. Recordó que en el pasado había tenido episodios de rebelión y aspereza para con casi todos sus conocidos, y ahora temía que aquellas actitudes le estuvieran pasando factura. Pero había cambiado mucho desde entonces, y tenía la intención de seguir mejorando.
Casi me cuelga el teléfono antes de que pudiera hablarle. Mi interlocutor solo tenía la necesidad de desahogarse y, seguramente, quería evitarme el aprieto de tratar de ponerle bálsamo en heridas tan mal vendadas. No obstante, le pedí que me escuchara. Aunque solo tenía su verdad, me atreví a hablarle sobre principios aplicables a cualquier situación como esa. Durante unos minutos le hablé sobre la flexibilidad, la tolerancia, el amor, el testimonio cristiano y la aceptación en Cristo. Terminó agradeciéndomelo gentilmente, aunque noté en su voz, que eran caminos que había intentado transitar sin éxito hasta el momento. Nos despedimos prometiéndonos oración mutua, y solo Dios sabe el efecto que tendrá nuestra conversación en sus futuras actitudes y decisiones.
La llamada me dejó pensativo. El diálogo se me agolpaba en la mente. Me pregunté si debí decir ciertas cosas o si debí omitir otras, porque las personas son infinitamente complejas, y uno nunca sabe lo que está sucediendo dentro de sus cabezas. Pero me tranquilicé al recordar mi alocución. No dije otra cosa que lo que la Biblia dice de antemano. Sabía que eso es lo único que puede ayudar a una mente atormentada y a un espíritu en oscuridad. Sí, porque aquella llamada era un clamor por encontrar luz y yo intenté, simplemente, compartir con él la llama que me alumbraba.
Muchas veces he sentido que también me faltaba cierta luz, que a mi alrededor todo se volvía brumoso. Alzaba mi antorcha para descubrir que había descuidado su llama y estaba apagado el pábilo que antes irradiaba luz. Titubeaba para accionar de nuevo, se me volvía aburrido el proceso de atizar la llama otra vez. Podían pasar días enteros hasta sentir que no solo me faltaba la luz, sino que también me agobiaba el frío. Abandonaba, por fuerza mayor, mi reticencia y cuando lo hacía, cuando decidía hacer lo correcto, hallaba grato solaz bajo la luminiscencia de Su Palabra.Hoy quiero acordarme de que soy un viajante en la noche más oscura de este mundo. Que a menos que lleve Su luz conmigo, los árboles me parecerán monstruosos, los obstáculos me parecerán montañas y hasta las mariposas resultarán fantasmas. Aquella llamada me recordó que sin luz no podemos ver, tan sencillo como eso, tan complejo como es.
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