Cuenta la leyenda que en cierta ocasión, un hombre calumnió fuertemente a un amigo suyo llevado por la envidia que se anidó en él, al comprobar el éxito que había alcanzado.
Sin embargo, con el paso del tiempo el calumniador se arrepintió del mal causado. De manera que en busca de consejo, visitó a un hombre muy sabio a quien le confesó:
-“Maestro: Quiero arreglar el mal que, a través de mis calumnias, le propicié a un amigo. ¿Cómo puedo hacerlo?”
El sabio le contestó:
-“Toma un saco lleno de plumas ligeras y pequeñas y suéltalas de una en una por donde vayas”.
El hombre, muy contento por aquella tarea a simple vista fácil, tomó el saco con plumas y empezó a desparramarlas por el sector. Al cabo de un corto tiempo, terminó la tarea. Entonces regresó donde el sabio para decirle:
-“Maestro, tal como me lo ordenaste, solté ya todas las plumas”.
El sabio, contestó:
-“Bien, esa era la primera parte. Ahora anda a la calle otra vez y llena nuevamente el saco con las mismas plumas que desperdigaste”.
El hombre, un tanto desconcertado, fue nuevamente a cumplir la orden, pero muy pronto regresó entristecido argumentando que fueron muy pocas las plumas que pudo juntar. El sabio, le dijo entonces:
-“Ahora lo entiendes: así como las plumas vuelan con el viento, el mal que hacemos vuela de nuestra boca, permitiendo que el daño se esparza tanto que es difícil recogerlo. Lo único que te queda entonces, es pedirle perdón a tu amigo. No hay forma de revertir una calumnia”.
La lengua es una valiosa herramienta que el Señor nos ha proporcionado para ayudarnos a comunicarnos unos con otros. Pero también es un arma poderosa que cumple una doble función: construir o destruir, dependiendo de la utilidad que le demos. Intentemos entonces usarla como instrumento de bendición y no de maldición, para edificar personas no para destruirlas.
El salmista decía: Señor, ponme en la boca un centinela; un guardia a la puerta de mis labios. No permitas que mi corazón se incline a la maldad, ni que sea yo cómplice de iniquidades (Salmo 141:3,4)
Sin embargo, con el paso del tiempo el calumniador se arrepintió del mal causado. De manera que en busca de consejo, visitó a un hombre muy sabio a quien le confesó:
-“Maestro: Quiero arreglar el mal que, a través de mis calumnias, le propicié a un amigo. ¿Cómo puedo hacerlo?”
El sabio le contestó:
-“Toma un saco lleno de plumas ligeras y pequeñas y suéltalas de una en una por donde vayas”.
El hombre, muy contento por aquella tarea a simple vista fácil, tomó el saco con plumas y empezó a desparramarlas por el sector. Al cabo de un corto tiempo, terminó la tarea. Entonces regresó donde el sabio para decirle:
-“Maestro, tal como me lo ordenaste, solté ya todas las plumas”.
El sabio, contestó:
-“Bien, esa era la primera parte. Ahora anda a la calle otra vez y llena nuevamente el saco con las mismas plumas que desperdigaste”.
El hombre, un tanto desconcertado, fue nuevamente a cumplir la orden, pero muy pronto regresó entristecido argumentando que fueron muy pocas las plumas que pudo juntar. El sabio, le dijo entonces:
-“Ahora lo entiendes: así como las plumas vuelan con el viento, el mal que hacemos vuela de nuestra boca, permitiendo que el daño se esparza tanto que es difícil recogerlo. Lo único que te queda entonces, es pedirle perdón a tu amigo. No hay forma de revertir una calumnia”.
La lengua es una valiosa herramienta que el Señor nos ha proporcionado para ayudarnos a comunicarnos unos con otros. Pero también es un arma poderosa que cumple una doble función: construir o destruir, dependiendo de la utilidad que le demos. Intentemos entonces usarla como instrumento de bendición y no de maldición, para edificar personas no para destruirlas.
El salmista decía: Señor, ponme en la boca un centinela; un guardia a la puerta de mis labios. No permitas que mi corazón se incline a la maldad, ni que sea yo cómplice de iniquidades (Salmo 141:3,4)
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