Para Pablo, evangelizar no era una tarea simplemente obligada, sino que le implicaba total y voluntariamente por amor. El mensajero debe identificarse con el mensaje, y debe identificarse también con Aquel que le envía.
Vemos así, un aspecto esencial en el conocimiento y en la experiencia que Pablo tiene del misterio de Cristo: el misterio de la cruz. Configurado con Cristo, vamos a descubrir al Apóstol "crucificado con Cristo" (Gálatas 2,19) y "encarnado a su muerte" (Fil. 3,10).
"Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús" (Gálatas 6,17)
Varias veces alude Pablo en sus cartas, a "las marcas de Jesús" que lleva impresas en su cuerpo. Indudablemente, no se refiere a estigmas ni a ningún otro tipo de fenómeno extraordinario, sino a las cicatrices debidas a los malos tratos sufridos por glorificar a Cristo (2 Corintios 4,10; 6,4-5...).
En 2 Corintios 11, 24-27 nos da incluso una lista detallada de pruebas por las que había tenido que pasar: Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el abismo. Viajes frecuentes; peligros de ríos; peligros de salteadores; peligros de los de mi raza; peligros de los gentiles; peligros en ciudad; peligros en despoblado; peligros por mar; peligros entre falsos hermanos; trabajo y fatiga; noches sin dormir, muchas veces; hambre y sed; muchos días sin comer; frío y desnudez. Y el libro de los Hechos nos certifica el realismo de todo ello: cárceles, tribunales, latigazos, insidias, amenazas de muerte, motines... El sufrimiento físico acompañó a cada paso al apóstol en su existencia.
Aún más, en 2 Corintios 12,10 habla de injurias, persecuciones y angustias, sufridas por honrar Cristo. Por tanto, junto a los sufrimientos físicos estuvo ese roce continuo de la humillación, la contradicción, las dificultades y trabas de todo tipo; y ello por parte de los judíos, de las autoridades romanas... o incluso de los mismos "falsos hermanos"; fue sin duda, una de las espinas más dolorosas del apóstol, la presencia continua de los judaizantes, de los falsos apóstoles que ponían en tela de juicio su labor e incluso, contradecían abiertamente la predicación de Pablo.
Él mismo presenta estos sufrimientos, soportados por amor a Cristo, como una prueba de la autenticidad de su apostolado (2 Cor. 12,12). Pablo sufrió palpablemente en su carne, por Cristo y por el Evangelio, por sus comunidades y por cada evangelizado. Y eso era señal evidente de que nada buscaba para sí. Pues ciertamente, el mercenario cuando ve venir al lobo abandona las ovejas y huye, pues en realidad no le importan las ovejas (Juan 10,12-13); en cambio, el buen pastor -el auténtico apóstol- da la vida por las ovejas (Jn. 10,11).
"Con lágrimas en los ojos" (Filipenses 3,18)
Sin embargo, como ocurrió con el Maestro, más intensos y continuos que los dolores físicos fueron los dolores internos, morales o espirituales.
En el texto antes citado, tras la enumeración de los padecimientos físicos, continuaba Pablo: "Y aparte de otras cosas, mi responsabilidad diaria: la preocupación por todas las Iglesias. ¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?» (2 Cor. 11, 28-29). Se trata de los sufrimientos procedentes de la caridad; cuando a uno le importan los demás no queda indiferente ante las dificultades y problemas de ellos...
Ya hemos visto cómo Pablo nos confesaba que sentía "una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón" (Romanos 9,2) a causa de sus hermanos israelitas, que en su gran mayoría habían rechazado al Mesías y el Evangelio de la salvación.
Cuando tuvo que abandonar Tesalónica a causa de la persecución, debiendo dejar una comunidad joven y sin afianzar, Pablo sufrió temiendo que todo quedase reducido a la nada (1 Tesalonicenses 3,5); sólo cuando volvió Timoteo trayendo buenas noticias, experimentó el consuelo en medio de sus tribulaciones y se sintió revivir (1 Tes. 3,7-8).
Particularmente, el problema judaizante debió hacer sufrir enormemente al apóstol, pues veía que se deformaba la esencia del Evangelio y se perturbaba gravemente a las comunidades (Gálatas 1,6-9). Escribiendo a los filipenses expresó su dolor con estas palabras: "muchos viven, según os dije tantas veces, y ahora os lo repito con lágrimas, como enemigos de la cruz de Cristo..." (Filipenses 3, 18).
"Dolores de parto" (Gálatas 4,19)
Pablo entendió y padeció todos estos padecimientos no sólo como algo que debía soportar coherentemente por fidelidad a su misión, sino como algo valioso y fecundo en sí mismo.
Escribiendo a los gálatas -en plena crisis judaizante- tuvo esta exclamación que le salió de lo más hondo del corazón: "¡hijos míos!, por quienes sufro de nuevo dolores de parto hasta ver a Cristo formado en vosotros (Gal. 4, 19). Una ráfaga de luz en su interior, le hizo comprender que las luchas y sufrimientos por el Evangelio y por sus discípulos eran fecundos; dolores, sí, pero dolores de parto. Los mismos que la mujer sufre hasta dar a luz, pero luego se goza por haber dado un hijo al mundo (Juan 16,21); así mismo, el apóstol sufre lo indecible, pero el resultado final es impagable: "ver a Cristo formado en vosotros".
Este es el secreto del misterio de la cruz en la vida del apóstol, un misterio de vida y fecundidad en medio del dolor y del aparente fracaso. Por eso escribirá a los de Corinto: Llevamos siempre en nuestros cuerpos por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo (2 Corintios 4,10).
"Fuerza en la debilidad" (2 Corintios 12,10)
Sin embargo, parece que no siempre lo vio de esta forma. En un texto muy conocido (2 Cor. 12,7-10) nos habla de una determinada "debilidad", algo muy molesto que llama "aguijón" y califica de "mensajero de Satanás"; por el contexto, parece que se refiere a las ya mencionadas persecuciones y tribulaciones de todo tipo padecidas por Cristo, aunque también pudiera tratarse de una enfermedad. Lo cierto es que Pablo lo vio como un obstáculo que le impedía realizar su obra -la obra de la evangelización que Dios mismo le había encomendado-; por eso dice que le pidió insistentemente al Señor que alejase de él aquella dificultad.
Ahora bien, el Señor le hizo ver que lo que él consideraba un obstáculo, era por el contrario, la ocasión de que se manifestase con toda su eficacia la fuerza de Cristo. Por eso concluye Pablo: con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo, pues cuando soy débil entonces soy fuerte.
¿De dónde aprendió Pablo esta lección? Sin duda, del misterio de la cruz. Pues en la 1ª de Corintios emplea términos semejantes para hablar de él. En efecto, allí Pablo afirmaba que, frente a la sabiduría de los hombres, él predicaba "a Cristo crucificado", que es "fuerza de Dios", pues "la debilidad divina es más fuerte que la fuerza de los hombres" (1 Corintios 1,23-25).
En el misterio de la cruz, el Apóstol contempló que en la más extrema debilidad e inutilidad humana, un hombre inutilizado en una cruz y destrozado, se realiza el acontecimiento máximamente eficaz: la redención de la humanidad entera. Y a la luz de ese misterio comprendió que ese estilo, esa norma, Dios continúa empleándola: Dios sigue salvando a través de la debilidad humana, continúa obrando con su fuerza infinita en medio de la impotencia y de la inutilidad humanas; más aún, ahí se encarna, por decirlo así, el poder de Dios. El misterio de la cruz se prolonga así, en la vida del apóstol, con su eficacia infinita y divina.
Ahora entendemos mejor las palabras que dan título a este capítulo. Pablo se alegra de sufrir por los de Colosas. ¿La razón? "Completo lo que en mi carne falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su cuerpo, que es la Iglesia" (Colosenses 1,24). Fijémonos en el "por vosotros" y en el "en favor vuestro": Pablo fue consciente allí, de que sus sufrimientos tenían valor redentor; de que era Cristo viviendo en él (Gálatas 2,20); prolongado en él y a través de él su sufrimiento redentor. De ese modo, mediante su sufrimiento apostólico -padecido por amor-, el enviado de Cristo hacía presente en el tiempo y el espacio la cruz de Cristo, la única que salva. En este sentido "completa" en sí mismo el sufrimiento de Cristo.
Lo mismo que en el Maestro, se opera en el discípulo una suerte de sustitución vicaria: De este modo la muerte actúa en nosotros, mas en vosotros la vida (2 Cor. 4,12). Sufriendo por los hombres, el apóstol lleva en sí "la muerte de Jesús"; continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, los apóstoles transmiten a los hombres la vida de Jesús (2 Cor. 4,10-11).
Se comprende por qué, ante tantas dificultades, proclamaba Pablo: no desfallecemos (2 Cor.4,16). Más aún, por qué llega gritar desafiante: ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo! (Gálatas 6,14). Sabía, incluso por experiencia, que la cruz era su fuerza y su salvación, y no deseaba buscar otro apoyo ni otra seguridad. Y de igual manera que se gloriaba en la cruz de Cristo en sí misma, se gloriaba en la cruz de Cristo en cuanto que se hacía presente en su vida (me glorío en mis debilidades...en las persecuciones padecidas por Cristo: 2 Cor.12,9-10).
Desde aquí se alumbran también expresiones paradójicas como la siguiente: Estoy lleno de consuelo y sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones (2 Cor. 7,4). En el apóstol se hace presente el misterio pascual en su integridad: fuerza en la debilidad, vida en la muerte, gozo en el sufrimiento. La presencia de la cruz en la vida del apóstol es siempre fuente de gozo ("me alegro de sufrir por vosotros"), pues es siempre portadora de fecundidad
No solo es que sobreabunde el consuelo en medio de las tribulaciones, y en proporción superior a ellas, sino que tanto las tribulaciones como el consuelo tienen también valor salvífico: "si somos atribulados, lo somos para consuelo y salvación vuestra; si somos consolados, lo somos para el consuelo vuestro, que os hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos" (2 Cor. 1,6).
"Derramado en libación" (2 Timoteo 4,6)
Cuando pocas semanas antes de su muerte, Pablo escribía a Timoteo, le diría: "yo estoy a punto de ser derramado en libación (2 Tim. 4,6). Se realizaba así de hecho, aquello a lo que se había mostrado dispuesto desde mucho antes, como manifestaba escribiendo a los filipenses: aun cuando mi sangre fuera derramada como libación sobre el sacrificio y la ofrenda de vuestra fe, me alegraría y congratularía con vosotros (Fil. 2,17).
Por último, en la cárcel y a la espera de la sentencia, Pablo supo que esta podía conducirle al martirio. Pues bien, ante esa posibilidad, se mostró disponible y manifestó su intensa alegría. Toda su vida de evangelizador fue como un gran sacrificio, pues mediante su predicación logró que los gentiles fueran convertidos en ofrenda para Dios (Romanos 15,16); pues bien, Pablo se mostró dispuesto a completar ese sacrificio y a perfeccionar esa ofrenda, regándola con su propia sangre. Pablo contempló la muerte martirial como sello de todo su apostolado.
Y un sello ciertamente coherente. Pues Pablo sabía que Dios mismo había reconciliado al mundo consigo por medio de su Hijo, al cual había constituido víctima por los pecados de los hombres (2 Corintios 5, 18-21); ahora bien, si a él se le había confiado el ministerio de la reconciliación (verso 18), no podía colaborar eficazmente en la reconciliación de los hombres con Dios salvo mediante la ofrenda de su propia vida. De hecho, él no existía más que para el Evangelio; lo había entregado todo (tiempo, energías, inteligencia, salud...) sin reservarse nada; ahora, en absoluta coherencia, se dispuso a derramar en sacrificio su sangre, para completar la reconciliación de los hombres con Dios y llevar a término la misión que Cristo le había encomendado.
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