Guiaré a los ciegos por camino que no sabían, les haré andar por sendas que no habían conocido; delante de ellos cambiaré las tinieblas en luz, y lo escabroso en llanura. Isaías 42:16
Luz soy del mundo. Juan 9:5
¡Ese día Jesús había curado a un ciego! Milagro que, como la mayoría de ellos, tiene un doble significado. Primeramente, era el cumplimiento de la profecía que anunciaba que el Mesías devolvería la vista a los ciegos (Isaías 29:18; 35:5). También es un signo que nos revela a Jesús como la luz del mundo.
Aquel hombre era ciego desde su nacimiento. Los discípulos le preguntaron si había pecado, pero Jesús no siguió sus razonamientos inútiles sobre las causas de esa desgracia. Mostró que siempre hay un remedio dado por Dios: Él puede liberar, pues no hay ningún obstáculo al despliegue de su gracia.
La ceguera de ese hombre hace referencia a otro tipo de ceguera. Jesús vino a este mundo “para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados” (Juan 9:39). Las personas que “no ven” son las que reconocen su miseria y la necesidad de que Dios las salve. Y Jesús vino para que ellas puedan “ver” al confiar en Él. En el evangelio, ver es una consecuencia de la fe.
A las personas que creen ver y saberlo todo, su pretensión, vanagloria y propia justicia les impiden creer en el Señor y recibir la luz divina. ¡No pueden discernir la belleza de la persona de Jesús!
El Señor Jesús ordenó al ciego ir a lavarse al estanque de Siloé, que significa "enviado". ¡El ciego obedeció y recobró la vista! Para ver espiritualmente, primero hay que creer. Cada uno de nosotros está invitado a ir a Jesús, el Enviado de Dios.
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