En nuestra cultura, el ganar es una práctica que a todos nos gusta experimentar y el perder una que nadie quiere soportar. De hecho, socialmente es muy aceptable y está muy bien visto que tu vida esté llena de aciertos y con el menor número de fracasos; fracasos que sólo le agregan variedad a tu biografía. Perder es humillante, sobre todo si es en público o ante otra persona que consideramos “inferior” a nosotros, y aunque después le podamos encontrar el sentido, la experiencia no es nada grata. Sin embargo, hay ocasiones en que el perder trae una tremenda ganancia; no se trata de ganancia material sino de ganancia eterna.
Ganar perdiendo significa que, causado porque yo abandono la contienda y trato de llegar a un terreno más conciliador, aunque esto aparentemente implique perder la discusión, gano la posibilidad de que el otro me escuche sin tener “la guardia” muy alta, que plantee un punto medio, o bien, que utilice mi humildad y acepte la opinión del otro. Todos estos métodos no son nada populares, pero fueron modelos para Jesús.
Jesús nunca pretendió vehementemente, ganar una discusión ni se exaltó porque no le creían. Dudaron en su cara, incluso sus discípulos, pero su actitud nunca fue belicosa ni impositiva en su punto de vista, y así ha ganado “adeptos” hasta el día de hoy. Él ganó perdiendo.
Esta actitud de ganar perdiendo la podemos ver claramente evidenciada en los matrimonios exitosos, en los que si les preguntamos alguna de sus “recetas” del "parabien", seguro que aparecería esta entre miles; no enfrascarse en discusiones innecesarias, siendo capaz de perder para ganar en unión, comprensión, amor, respeto, comunicación, lo cual no es ser complaciente, para nada, es darse cuenta de que en ocasiones, perder no tiene por qué ser humillante sino una forma de acercarnos al carácter de Dios, aunque nos quede mucho trayecto para llegar hasta allí.
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