Comprensible, alguna vez cuando las vimos, nos hemos quedado fascinados al contemplar las innumerables y resplandecientes estrellas en el cielo. ¿Y lo pequeños que nos hemos sentido ante tanta grandeza? ¿Quién soy yo en este inmenso Universo, en comparación a todas las riquezas con las que Dios llenó la bóveda celeste?
Su contemplación nos estremece y al mismo tiempo, nos tranquiliza. Entonces, de forma instintiva, nos surge una serie de preguntas: ¿Quién es ese Dios que creó las estrellas? ¿Se interesa en la tierra y en los hombres, tan pequeños y perdidos en la inmensidad del Universo? ¿Podría interesarse en mí, uno más entre los miles de millones de seres humanos que pueblan el planeta?
Nuestras preguntas coinciden con las del Salmo 8: “¿Qué es el hombre, para que tengas de él memoria, y el hijo del hombre, para que lo visites?” ¿Qué es el hombre ante el inmenso universo? Sin embargo, Dios se interesa en él, Dios se acuerda de él; somos valiosos para él. No estamos solos y perdidos en un Universo hostil, sino que nos beneficiamos constantemente de los cuidados de Dios.
¡Qué maravilla, en este salmo también podemos ver el misterio del Evangelio! Dios se acerca a nosotros en la persona de Jesús, el Hijo del hombre; así le gustaba presentarse. Pero también es el hombre de dolores y el único hombre digno de recibir toda la gloria: “Vemos a aquel que fue hecho un poco menor que los ángeles, a Jesús, coronado de gloria y de honra, a causa del padecimiento de la muerte” (Hebreos 2:9).
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