Meses atrás, tuve la oportunidad de ser testigo de un terrible incidente. Era ya bastante tarde en la noche, cuando comenzamos escuchar ruidos de fuertes golpes, y gritos que venían de la calle. La paz de un tranquilo barrio se había visto sobresaltada por el incendio de la casa justo enfrente de la nuestra.
La gente se agolpaba, la desesperación de los dueños de la casa que en ese momento llegaban y se encontraban con su casa en llamas, la desesperación por derribar puertas y ventanas para ingresar en la vivienda y tratar de salvar lo que se pudiera, el llanto y los gritos desgarradores de quienes veían en la más absoluta impotencia ser devoradas por las llamas, segundo a segundo, todas las cosas que tenían en medio de la desesperanzada espera de la llegada de los bomberos, el calor insoportable del fuego y el trepidar de las cosas quemándose, hacían ver un macabro espectáculo que infundía temor y dolor.
Gracias a Dios no hubo heridos ni pérdidas humanas que lamentar. Pero tiempo después, cuando el fuego ya había sido apagado, cuando la casa estaba en reparación y nuestros vecinos recuperándose de la terrible pérdida, me pregunté entonces: ¿qué podíamos aprender de semejante desastre?
En primer lugar, entendí que deberíamos aprender una formidable lección de humildad. Es muy endeble nuestra existencia, muy frágil nuestra vida, muy fugaces, efímeras, y volátiles nuestras conquistas. Toda una vida para juntar dinero, acumulando riquezas para simplemente, conseguir tu más bello sueño de tener casa propia, y una vez alcanzado, cuando parece que tocamos el cielo con las manos, cuando nos enorgullecemos de la conquista, de un día para otro, de una hora para otra,... puede que no tengas nada…
En segundo lugar, una contingencia como esa debería enseñarme gratitud. Esa gratitud que creo tener, pero descubro que no tanto como pensaba. Cuando el infortunio asoma en nuestra vida y ya no tenemos la salud que tuvimos, cuando ya no tenemos el buen pasar el trago que un día tuvimos, cuando ya no está a nuestro lado ese ser que tanto nos amó y no supimos valorar debidamente.... Gratitud por la vida, por las cosas que Dios puso en mis manos para administrar, por los amigos, los seres queridos y por esas sencillas cosas que aún puedo seguir disfrutando.
También compasión. Esa misma que Jesús prodigaba a manos llenas y con generosidad superlativa a quienes lloraban y sufrían, sin tener en cuenta si ellos mismos habían sido artífices de sus propios destinos, o si su infortunio era cosecha de su propia mala siembra. Esa compasión que hoy prodiga a manos llenas sentado a la diestra de Dios Padre.
Y finalmente, encuentro que la catástrofe une a la víctima y al espectador en un llamado común al arrepentimiento, recordándonos abruptamente acerca de la brevedad de la vida.
Todo me mueve a la compasión, a no mirar para otro lado cuando alguien con mucho menos que yo, te necesita. Tal vez un pequeño acto de servicio que no demanda mucho esfuerzo pero que ayuda a construir una vida.
Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios, y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.
(Hechos 2:46-47 RV60)
No hay comentarios:
Publicar un comentario