miércoles, 26 de noviembre de 2014

Cómo triunfar en las Pruebas

La adversidad, la aflicción y la decepción son por lo general, los medios que Dios emplea para aumentar nuestra fe y agrandar nuestra comprensión de su soberanía. Y en esta vida nunca dejaremos de tener tribulaciones porque vivimos en un mundo caído en el mal.
Para los creyentes del primer siglo la vida no fue diferente. La iglesia en su nacimiento tuvo mucha adversidad; pero creció y rehusó desanimarse aunque las circunstancias eran adversas. Nada ni nadie, ni siquiera un emperador romano fuera de sí, podían detener su crecimiento. La razón era que los creyentes de la iglesia primitiva tenían “una esperanza viva” (1 Pedro 1:3).
Comprendían muy bien quiénes eran, espiritualmente hablando, y a quién servían. No tenían su corazón puesto en las cosas que estaban sucediendo, sino en el Señor Jesucristo, “el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2). El mundo los rechazó y parecían gente sin hogar, pero Dios los recibió como hijos amados y herederos de su reino. ¿Cómo llegó la adversidad hasta ellos? Una vez que Cristo fue crucificado, las autoridades romanas y judías dieron un suspiro de alivio, porque creyeron que habían terminado con un bando político más. Pero cuando la noticia de la resurrección de Cristo empezó a difundirse por toda Jerusalén, los líderes religiosos y gubernamentales se afanaron en destruir la Iglesia. Su objetivo era evitar que el cristianismo se propagara. Los creyentes sufrieron, entonces, persecución y muchos dieron su vida por la fe.
Nerón culpaba a los cristianos de cualquier disturbio que había. Por último, ordenó que fueran expulsados de Jerusalén, lo cual hizo que se esparcieran por todo el norte de Asia Menor. Eran creyentes sin hogar que, al igual que el Israel de antaño, fueron esparcidos por todo el mundo.
La primera epístola de Pedro tenía el propósito de infundirles esperanza y ánimo en medio de una situación desesperante, y es como si estuviera hablándonos a nosotros. No pasó por alto la situación tan difícil en que se encontraban esos creyentes. Comprendió su aflicción e hizo todo lo posible para que comprendieran el fin de su fe, que era la salvación de sus almas (1 Pedro 1:9).
Aquellos creyentes no lo sabían, pero Dios los estaba poniendo en una situación por medio de la cual iban a cumplir la Gran Comisión. El Señor les había ordenado que llevaran el Evangelio por todo el mundo. Pero se habían quedado en su ambiente conocido: Jerusalén y el templo. 
Lo conocido nos hace sentir seguros, pero Dios rara vez deja que nos quedemos en esa clase de ambiente por mucho tiempo. Su plan es aumentar nuestra fe y hacernos madurar para poder manifestar su poder, su gracia y su amor a otros. Pero la adversidad invade nuestro estado emocional con sentimientos de inseguridad y temor. Si en los momentos difíciles y tensos no tenemos nuestro corazón puesto en el Señor Jesucristo, es muy posible que tengamos que afrontar una tormenta espiritual.
Incluso después de que el Espíritu Santo descendió, la iglesia del primer siglo se quedó en Jerusalén. Mas el Evangelio se fue propagando como resultado de la persecución que sobrevino a la iglesia. Dios no causó la persecución de su pueblo, sino que se valió de la adversidad para fortalecer el corazón de los creyentes, y propagar el testimonio de su amor eterno y perdón para el mundo perdido. Cuando aquellos creyentes salieron de Jerusalén, su amor por Jesucristo y su Evangelio iba con ellos.
Dios ha prometido dar gloria en lugar de ceniza (Isaías 61:3). Él toma nuestras aflicciones y las convierte en bendiciones.
La manera en que afrontamos las pruebas de la vida muestra el nivel de nuestra fe. El apóstol Pedro escribe: “En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo” (1 Pedro 1:6-7).
Posiblemente, Dios nunca nos explique todas las razones de nuestras aflicciones, pero ha prometido hacer que todas las cosas nos ayuden para bien y sean para su gloria (Romanos 8:28). Por eso podemos confiar en Él, sabiendo que sus pensamientos son mayores que nuestros pensamientos y que tiene un propósito, inclusive para nuestras aflicciones.
Dios tiene una vida llena de bendiciones para cada uno de nosotros. Pero no todas ellas vendrán como resultado de enfrentarnos a las aflicciones con la actitud correcta. El gozo y la esperanza también son resultados naturales de la vida abundante. ¿Cómo debe usted prepararse para las pruebas que le vendrán? Hay cinco pasos:
1. Deshágase de todo lo que sea un obstáculo para la comunión con Cristo. David oró, diciendo: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón; pruébame y conoce mis pensamientos; y ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Salmo 139:23-24). Pida al Señor que le muestre cualquier cosa que haya en su vida que no le agrada a Él. Esté dispuesto a despojarse de las actitudes que ha guardado en su corazón, especialmente si tienen que ver con algún pecado o rencor contra alguien. Es más, perdonar a alguien que le haya causado daño puede ser lo mejor que usted haga para su vida. Quizá la otra persona lo hiciera con mala intención, incluso pudo abusar de usted, pero Cristo quiere hacerle libre del rencor. Él le ha perdonado a usted y quiere que usted haga lo mismo. Es posible que la otra persona esté completamente equivocada.
El Señor no espera que usted niegue aquella afrenta. Lo único que quiere es hacerle libre de la amargura y de la venganza. Esto empieza cuando usted perdona lo que parece imperdonable. Puede que usted no necesite buscar a la otra persona. Si así es, solo ore y pídale al Señor que ministre a su corazón dolido.
2. Mantenga la ecuanimidad a la hora de emitir un juicio. Manténgase firme y veleNo dé por sentado que ya está en lo correcto porque crea estarlo. Los sentimientos pueden o no estar de acuerdo con la Palabra de Dios, y esta es su plomada: la Palabra de Dios.
Es algo natural pedir al Señor que cambie o se deshaga de su sufrimiento. Pero es posible que no lo haga al instante, y no es porque su amor hacia usted haya cambiado.
La muerte, la aflicción y la enfermedad son partes de la vida. Además, hay consecuencias del pecado que no pueden echar marcha atrás. Pero no hay un solo momento en el que Dios no esté al tanto de su situación. Él conoce y se interesa por ella y, como le ama tanto, le librará de los sentimientos de duda y desesperación.
Lo único que tiene que hacer es orar y pedir al Señor que intervenga en su vida.
3. Reconozca que su esperanza está en Jesucristo. Él es su Pastor, quien le guía en toda prueba. No tiene que hacer frente a la vida solo. El Señor no se pone a pensar si le va a guiar en esta o en aquella dificultad. El se enfrenta a toda prueba que usted tenga que afrontar, y todas y cada una de ellas representan una oportunidad perfecta para que Él se dé conocer más a usted.
4. No ceda a la tentación de volver a la vida vieja. Después de la crucifixión, Pedro y los otros volvieron a su oficio de antes: la pesca. Cristo les había dicho que serían “pescadores de hombres”, pero se habían apartado de lo verdadero y justo. Como el propósito de Satanás que es desanimar al creyente. Él sabe que si puede desanimarlo a usted, es posible que tenga la oportunidad de tentarlo nuevamente, para que se dé por vencido y se aparte del Señor.
Cristo conocía la necesidad de aquellos ex-pescadores, y también sabía dónde encontrarlos, y hacia ese lugar se dirigió: al mar de Galilea. Cuando se les apareció, no los regañó, sino que les ofreció algo de comer. Cristo sana nuestras heridas con su gracia y amor inagotables. En el momento en que ellos vieron a su Maestro, se dieron cuenta de que no estaban donde debían estar, y corrigieron su actitud y el rumbo de sus vidas. Cada uno de ellos llegó a ser pescador de hombres: Santiago, Pedro, Juan y los otros.
5. Tenga presente que la santidad es la única meta para el creyente. Las aflicciones, las pruebas y las decepciones son las llamas purificadoras que Dios utiliza para limpiarnos del pecado y de las escorias de la carne. Al final y según la voluntad soberana de Dios, saldremos de la prueba como oro refinado.
La meta de Dios para nuestras vidas, es la santidad. Sólo hay una manera en que esto puede llevarse a cabo, y es sometiéndonos al Espíritu Santo y a su propósito para nuestra vida. Quizá habrá días en que nos preguntemos cómo podremos seguir adelante. La verdad es que no podemos solos. La única manera de afrontar la vida con una actitud de triunfo es con Cristo y por su gracia.

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