Rigoberto despertó con el rostro amarillo, ojeras profundas y una horrible sensación pastosa en la boca. Como un autómata, se levantó y se dirigió al baño. El encuentro con su imagen, ante el espejo, le produjo una horrible sensación nauseabunda. Casi no se reconoció. Se lavó la cara con jabón, como si en aquel acto quisiese borrar de su mente, el recuerdo de la noche de pecado que había vivido.
No era la primera vez. El joven de ojos grises y sonrisa de niño ingenuo sabía que no podía continuar con aquella vida. Conocía los principios bíblicos desde niño. Pero eso no significaba ninguna diferencia. Cuando la tentación surgía, se convertía en una pobre e indefensa víctima de las tendencias que cargaba su naturaleza.
Después de pecar se sentía sucio, inmundo, indigno del amor de Dios… y con ganas de morir. Había prometido a Dios tantas veces que su vida cambiaría,... pero, cuanto más lo intentaba, más se hundía en la arena movediza de sus pobres intenciones.
Un día, en su desesperación, tomó la Biblia y encontró el versículo de hoy: “Si mi pueblo buscare mi rostro, yo sanaré sus tierras”, expresaba la promesa.
Sanar sus tierras; era eso lo que Rigoberto necesitaba. Sus tierras estaban enfermas de pecado. Nada podía hacer él para resolver ese problema, a no ser buscar a Dios.
La palabra “buscar”, en hebreo, es baqash; literalmente, significa “desear”. Todo lo que Rigoberto necesitaba hacer era desear, mirar a Jesús, y decirle: “Señor, yo no puedo. Si dependiera de mí,... estoy perdido, por esto vuelvo los ojos a ti. ¿Puedes hacer algo por este humilde pecador?” En ese momento viene el cumplimiento de la promesa divina: “Yo sanaré tu tierra”.
¿Qué harás tú con la promesa? Sal para enfrentarte a la batalla de hoy, recordando que:
“Si se humillare mi pueblo, sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren, y buscaren mi rostro, y se convirtieren de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, y perdonaré sus pecados, y sanaré su tierra”.
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