Decir que Dios desea mi felicidad sería criticable y cuestionado por ciertas personas infectadas por un virus, que viene desde la profundidad del reino del mal. Infectados, esos seres humanos contaminados defenderán por enseñanza ajena, su dolor y su desdicha permanente. Dirán que es voluntad divina el pesar y el sufrimiento permanente que viven Incluso se atreverán a decir que su dolor y angustia exalta el nombre glorioso del Creador.
Pero quien piense de esta manera contradice el propósito original de la creación. A esta declaración anterior, argumentarán y añadirán que es justo el dolor y que lo merecemos por la caída de nuestros primeros padres. Sin embargo, consultando a las Sagradas Escrituras, descubro un desenlace diametralmente opuesto al pensamiento general de una gran parte de la población, que se ha convencido a sí misma, que Dios se glorifica con nuestro pesimismo vivencial.
¡Oh, vaya!, ahora el del mensaje se puso espiritual, dirán aquellos. Cuando la realidad es, que para aquellos que su dios es pábulo de su amargura, su resentimiento, su desesperanza, rencor y desánimo, se resistirán a entenderlo. Estar convencido de que Dios quiere nuestra felicidad se sustenta con la verdad bíblica. Y debo empezar por entender que la dimensión de la felicidad no es consecuencia de mis circunstancias, emociones o sentimientos. No, la filosofía describe el término felicidad como un estado emocional que se produce en la persona, cuando cree haber alcanzado una meta deseada. Este estado es el que verdaderamente, propicia paz interior y un enfoque positivo del medio, al mismo tiempo que estimula a conquistar nuevas metas.
Pretender limitar y restringir el valor ilimitado de la experiencia de la felicidad, interna y externa, a solo elementos terrestres y efímeros, equivale a negar la grandeza de la esencia de Dios. El afecto de alguien, la estimación o el respeto de otros académica o profesionalmente, un nivel bueno en lo social y económico, o el poder de adquisición de bienes materiales, jamás se debe interpretar como felicidad. No lo son, aunque sí tienen valor porque componen parte del desarrollo como individuo.
Mis desafortunados tropiezos por fatídicas decisiones, me han llevado a concluir que la felicidad es el resultado de mi devoción y estrecha relación con la presencia divina. Es aceptar intencionadamente, que soy un ser espiritual dentro de una naturaleza terrenal impactada y que responde adecuadamente, por la atención a los principios, estrategias y consejos del Reino de Dios. Jesús dijo: “Es hora de atender y acercarse a Dios; de buscar primeramente su justicia y aplicar lo que es justo en su gobierno; todo lo que necesiten lo obtendrán” (paráfrasis de Mateo 6:33).
Puntualizando, la felicidad no dependerá de lo que nos suceda, podamos tener o lograr. Es nuestra la decisión de vivir plenamente, sabiendo lo que dice la Palabra de Dios respecto a nuestra persona y a su deseo de que tengamos una comunión mutua y permanente. Esa conexión con Él me mantendrá vivo aunque moriré; me alegrará aunque lloraré; me inspirará aunque dudaré; me animará aunque enfermaré y me levantará aunque pueda caer. Muy bien lo dijo el escritor brasileño Paulo Coello: “La felicidad a veces es una bendición, pero generalmente, es una conquista”.
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