Esa mañana sentí temor al salir de mi casa y me tranquilizó que mi madre orara conmigo antes de salir para la universidad.
Al anochecer, cuando terminaron las clases, me dirigí a la parada del autobús para ir a casa. Deseaba llegar lo más rápidamente posible. Cuando subí al transporte, abrí la puerta delantera donde estaba el conductor, y sentí como si alguien me dijera que no me sentara allí. Miré hacia atrás y vi a una de mis compañeras del colegio, así que cerré la puerta y me senté junto a ella.
Después de algunos minutos, mientras conversábamos, sentí un fuerte golpe en la cabeza, y vi como si la luz se apagó. Solo recuerdo que dije: “¡Señor, ayúdame!”. Enseguida sentí otro golpe más fuerte y perdí la consciencia. Cuando me recuperé, había gente alrededor de mí, y muchos estaban llorando. Mi amiga lloraba a mi lado, cogida de mi mano. No pude ver toda la escena. En ese momento llegó la ambulancia y nos llevaron al hospital.
Estaba muy aturdida, no lograba entender lo que había pasado, solo sé que sentí un gran dolor en todo el cuerpo. Me hicieron varios estudios y radiografías. Aparentemente todo estaba bien y me dieron un analgésico para el dolor. El médico me aconsejó pasar la noche en el hospital porque era conveniente observar mi estado de salud durante algunas horas, pero yo deseaba volver a casa pues sabía que mi madre estaría esperándome, como era su costumbre.
Pasada la media noche, tomé un taxi con mi amiga, que me acompañó en todo momento. Bajé con mucho dolor y al ver a mi madre, todas lloramos de gratitud y emoción. Ella me ayudó a caminar y me dijo: “Sabía, hijita, que estabas en peligro y no cesé de rogar a Dios por tu vida”.
Al día siguiente, supe que el accidente había sido muy grave, y los que ocupaban los primeros asientos habían sido los más afectados. Dos habían fallecido. Con dolor y angustia, agradecí al Señor por salvarme y escuchar las oraciones de mi madre.
Al anochecer, cuando terminaron las clases, me dirigí a la parada del autobús para ir a casa. Deseaba llegar lo más rápidamente posible. Cuando subí al transporte, abrí la puerta delantera donde estaba el conductor, y sentí como si alguien me dijera que no me sentara allí. Miré hacia atrás y vi a una de mis compañeras del colegio, así que cerré la puerta y me senté junto a ella.
Después de algunos minutos, mientras conversábamos, sentí un fuerte golpe en la cabeza, y vi como si la luz se apagó. Solo recuerdo que dije: “¡Señor, ayúdame!”. Enseguida sentí otro golpe más fuerte y perdí la consciencia. Cuando me recuperé, había gente alrededor de mí, y muchos estaban llorando. Mi amiga lloraba a mi lado, cogida de mi mano. No pude ver toda la escena. En ese momento llegó la ambulancia y nos llevaron al hospital.
Estaba muy aturdida, no lograba entender lo que había pasado, solo sé que sentí un gran dolor en todo el cuerpo. Me hicieron varios estudios y radiografías. Aparentemente todo estaba bien y me dieron un analgésico para el dolor. El médico me aconsejó pasar la noche en el hospital porque era conveniente observar mi estado de salud durante algunas horas, pero yo deseaba volver a casa pues sabía que mi madre estaría esperándome, como era su costumbre.
Pasada la media noche, tomé un taxi con mi amiga, que me acompañó en todo momento. Bajé con mucho dolor y al ver a mi madre, todas lloramos de gratitud y emoción. Ella me ayudó a caminar y me dijo: “Sabía, hijita, que estabas en peligro y no cesé de rogar a Dios por tu vida”.
Al día siguiente, supe que el accidente había sido muy grave, y los que ocupaban los primeros asientos habían sido los más afectados. Dos habían fallecido. Con dolor y angustia, agradecí al Señor por salvarme y escuchar las oraciones de mi madre.
Querida amiga, ahora entiendo que la oración intercesora es la llave que abre el rico depósito de la gracia, el amor y la misericordia de Dios en favor de los demás. Oremos unas por otras.
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