lunes, 28 de julio de 2014

Libres del pecado

Sin Cristo, éramos esclavos del pecado, esclavos de los malos impulsos de nuestra caída naturaleza humana. Vivíamos egoístamente, complaciéndonos a nosotros mismos, en lugar de vivir para la gloria de Dios. El resultado inevitable de esta esclavitud espiritual es la muerte, porque la paga del pecado es muerte (Romanos 6:23).
Pero, Jesús vino “a pregonar libertad a los cautivos (...) a poner en libertad a los oprimidos” (Lucas 4:18). No cautivos literales, sino prisioneros espirituales de Satanás (Marcos 5:1-20; Lucas 8:1, 2). Jesús no libró a Juan el Bautista de la prisión de Herodes, pero sí vino a librar a los que estaban esclavizados por vidas pecaminosas, quitándoles la pesada carga de culpabilidad y condenación eterna.
De cierto, de cierto os digo, que todo aquel que hace pecado, esclavo es del pecado. Y el esclavo no queda en la casa para siempre; el hijo sí queda para siempre. Así que, si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres. Juan 8:34 al 36
El uso de la palabra verdaderamente (verso 36) muestra que existe una libertad falsa, que en realidad aprisiona a los seres humanos con la desobediencia a Dios. Los oyentes de Jesús confiaban en que, siendo descendientes de Abraham, ya tenían la base de su esperanza de libertad. Y nosotros corremos un riesgo similar. El enemigo quiere que, para nuestra salvación, confiemos en cualquier cosa (tal como nuestro conocimiento doctrinal, nuestra piedad personal o nuestro servicio a Dios) menos en Cristo. Pero, ninguna de estas cosas, por importante que sea, tiene el poder de librarnos del pecado y su condenación. El único Liberador verdadero es el Hijo, que nunca fue esclavo del pecado.
Jesús se gozaba en perdonar pecados. Cuando le trajeron un paralítico, él sabía que ese hombre estaba enfermo como resultado de su vida disoluta, pero también sabía que estaba arrepentido. En sus ojos suplicantes vio el anhelo de su corazón anhelando perdón y su fe en Jesús como su único Ayudador. Y tiernamente, le dijo: “Hijo, tus pecados te son perdonados” (Marcos 2:5). Aquellas fueron las palabras más dulces que ese hombre hubiera escuchado alguna vez. La carga de desesperación desapareció de su mente y la paz del perdón llenó su espíritu. En Cristo encontró curación espiritual y física.
En la casa de un fariseo, una mujer pecadora bañó con lágrimas los pies de Jesús y los ungió con perfume (Lucas 7:37,38). Percibiendo la desaprobación del fariseo, Jesús le explicó que “sus muchos pecados le son perdonados” (Lucas 7:47). Entonces, dijo a la mujer: “Tus pecados te son perdonados” (Lucas 7:48).
“Tus pecados te son perdonados”. ¿Por qué estas son las mejores palabras que podríamos escuchar?

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