En ti confían los que conocen tu nombre,
porque Tú, Señor,
jamás abandonas a los que te buscan.
(Salmo 9:10)
Es interesante escuchar las justificaciones de los jugadores de fútbol, al término de un partido que hayan perdido. Entre las más tradicionales se esgrimen éstas: “Estuvimos jugando bien, pero las malas decisiones del árbitro nos perjudicaron”… “Creo que hicimos un buen partido, pero lamentablemente, por ser visitantes no tuvimos el respaldo masivo del público”… “Considero que, nuestra condición de locales nos llevó a cometer ciertos errores”… “Teníamos el partido en el bolsillo, pero el mal estado del terreno de juego…”
Excusas como estas y otras, son parte de la vieja tradición humana de buscar culpables para justificar nuestros desaciertos, y no quedar muy mal en público.
Esto se debe a que la mayoría hemos sido formados así, con un amor absoluto al triunfo y una negación total a la pérdida, de manera que si ésta se da, debemos encubrirla de cualquier modo, aunque sea inculpando a otros.
Recordemos que los pretextos siempre estuvieron a la orden del día: Los varones, al estilo de Adán, culpando a la mujer; las mujeres, al estilo de Eva, culpando a la serpiente; el estudiante que no aprueba el curso, culpa al profesor; el jugador que yerra un penalti, culpa a la trayectoria del viento; el empleado que llega retrasado a la oficina, culpa al embotellamiento de tráfico; la autoridad que no cumple sus promesas de campaña, casi siempre culpa a su antecesor; el escribiente inhábil, culpa a la pluma por su mala letra; el cazador culpa al pájaro por haberse movido … y así,… hasta el infinito.
Muchas personas que en el paso de la vida se han declarado frustradas, generalmente han acusado de su fracaso a su padre, pobre y vicioso; a la madre por falta de afecto, al vecino por haberle negado un préstamo; a cierto profesor, porque le hizo perder el curso, o al amigo, que alguna vez lo traicionó…
Reconozcamos nuestra parte de culpa cada vez que fallemos en algún propósito de la vida, aprendamos del error, empecemos de nuevo, y dejemos de escudarnos acusando a otro u otros como culpables.
Concentrémonos en el único en quien podemos confiar, en Aquél que jamás nos ha fallado ni nos fallará: Dios. Encomendemos a Él nuestras jornadas; depositemos a sus pies nuestros afanes, tribulaciones y fracasos.
Él conoce nuestras fortalezas y debilidades, por lo tanto, no se traga el cuento de las excusas.
La Sagrada Escritura dice:
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