Trabajo en un Colegio en donde ocurren cientos de cosas a la vez. Se empieza a trabajar en algo y al minuto siguiente ya se debe estar enfocado en otra cosa. Hay que trabajar rápido, hay que conseguir tiempo para hacerlo todo. En medio de este vehículo que avanza con propulsión a chorro, me tomo el momento de saludar a quienes “adelanto” con mi motor turbo, para regalarles un “buenos días” o una sonrisa. Muchas veces he creído que o no me escuchan o no me ven, pero definitivamente no es así.
La mujer ("tía") que hace el aseo de mi oficina, pasó por allí esta mañana a retirar la enorme cantidad de papeles que había en el basurero, y cuando la vi entrar la saludé como es hábito en mí: una vez que vertió el contenido del recipiente, hizo una pausa y me miró diciéndome: “tío, me encanta cuando está usted porque me alegra el día”. Después de esas palabras no me quedó más que darle muchas gracias, quedando absolutamente sorprendido por su comentario. Traté de examinar mi rostro, para ver si tenía algo peculiar en él y no… estaba igual que siempre.
Continuó la mañana y seguí con mi "multitud" de actividades, necesitaba un documento y fui hasta la secretaría. Como no estaba la persona al cargo regresé a la oficina, y pasó por fuera de mi puerta quien yo buscaba y, sin necesidad de llamarle, entró y me dijo “esta oficina es otra cosa, es como si viniera a desestresarme”. Dos personas, sin ponerse de acuerdo, me habían dicho lo mismo. Algo estaba pasando, algo a aprender, algo tenía que repetir.
Es cierto lo que nos dice el libro de proverbios, una mirada alegre trae gozo al corazón. Seguro que tú también lo has comprobado en alguna ocasión. Es increíble el poder que tiene una sonrisa o una mirada alegre. Pienso en la mirada de Jesús, y lo único que quisiera es que, a través de mis ojos, pudieran ver la mirada alegre con la que Jesús me mira cada día, incluso con mis equivocaciones constantes y mis desaciertos. Incluso con eso.
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