Cuando dejamos la ofensa recibida de otros en manos de Dios, estamos afirmando que Él sabe bien qué es lo que necesitamos y no hará otra cosa que lo mejor para nosotros.
Romanos 12:18-19 Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré, dice el Señor.
Hay pocas cosas que calan tan profundo en nuestros corazones como los males que nos vienen de mano de otros. Es más fácil aceptar las propias dificultades económicas, la falta de trabajo o la enfermedad. Sin embargo, cuando otras personas nos traicionan nos sentimos dolidos en lo más íntimo de nuestro ser. Superar este mal momento es todo un desafío.
Es en estas instancias cuando comenzamos a luchar con los deseos de venganza. Muchas veces creemos que el tema de la venganza pasa por una agresión abierta hacia la otra persona. La venganza, sin embargo, se disfraza de muchas maneras diferentes. Nos basta con saber que la venganza busca que la otra persona pase un mal momento, similar o peor al que hemos vivido nosotros. Esto puede incluir cosas tan sutiles como humillarla públicamente o simplemente desear que le vaya mal en la vida. La venganza es, en última instancia, un sentimiento que se aloja en nuestros corazones. El acto puntual de ella no es más que una manifestación de ese espíritu amargado que reside dentro de nosotros.
Porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas; quien cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba su causa al que juzga justamente. (1 Pedro 2.22,23)
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