Cuando Dios empezó a traer Su unción apostólica sobre mi vida, empecé a ver cosas en la Palabra que nunca antes había visto. El Señor empezó una auténtica reforma en mi interior, para poder ser parte de la preparación de su Iglesia para Su segunda venida. Me ha hecho releer la Biblia muchas veces, reestructurando verdades tan fundamentales, que anteriormente sólo había aceptado de una forma pragmática, tal como me las enseñaron. Nunca las cuestioné, hasta que la evidencia de una Iglesia hundida en el pecado en su gran mayoría y el dolor que siento por ello, me hicieron profundizar en la escritura de una forma diferente.
Por eso sé, porque lo vivo, que la simiente de Dios y la vida del Espíritu no se mezclan con una vida en iniquidad y en práctica de pecado.
Hoy en día queremos hacer herederos de las promesas de Dios, a gente que jamás se ha arrepentido de forma genuina. Gente que quiere, como dice la corriente de este siglo, “lo mejor de los dos mundos”. Quieren todas las bendiciones de Dios y todos los placeres de este mundo. Hoy la Iglesia llama “hijos de Dios, nacidos de nuevo” a fornicarios y a adúlteros, a homosexuales, a tramposos, a ladrones, a gente llena de orgullo, de pornografía, de abusos y de fraudes. Hoy les llamamos bautizados del Espíritu, a gente llena de lascivia, de engaño, a gente llena de hechicería y de idolatría. Gente a la que no le llena el corazón nada más que calumniar, difamar y destruir el precioso Cuerpo de Cristo.
“¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? NO ERRÉIS; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maledicentes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios” (1 Corintios 6:9-10).
Este versículo lo escribió el mismo Apóstol Pablo, quien declaró también la famosa frase de fe: “Con el corazón se cree para justicia y con la boca se confiesa para salvación.”
Y debemos saber que el evangelio que predicaban los Apóstoles, conducía a la gente a cambios substanciales en sus vidas. No en forma hipotética o como función teológica, sino en una práctica genuina de la santidad que Jesús compró para nosotros en la cruz. La Iglesia primitiva creció en el TEMOR DE DIOS y en su Justicia. Honraron lo que Jesús hizo por ellos viviendo una vida que glorificaba a Dios.
“Y perseveraban en la doctrina de los Apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. Y sobrevino TEMOR a toda persona” (Hechos 2:42-43).
Para ellos estaba claro que no se podía SER de la carne y del Espíritu como hoy se cree, que no se puede ser de Cristo y del mundo a la vez. Pablo hace muy clara esta distinción como parte básica de “la doctrina de los Apóstoles”.
“Porque lo que era imposible para la ley, por cuanto era débil por la carne, Dios, enviando a Su Hijo en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado, condenó al pecado en la carne, para que la JUSTICIA que es por la ley SE CUMPLIESE EN NOSOTROS, QUE NO ANDAMOS CONFORME A LA CARNE SINO CONFORME AL ESPÍRITU” (Romanos 8:3-4).
La genuina conversión traslada al creyente a una vida en el Espíritu. Observe cómo en el pasaje a los Romanos anterior la Justicia de Dios se cumple, cuando dejando la vida carnal de pecado el creyente vive ahora por el Espíritu.
Fdo.: A.M.F.
No hay comentarios:
Publicar un comentario