Se vuelve a las cosas cotidianas después de una ausencia temporal. A veces el retorno es un alivio, ¡por fin! el reencuentro con el amparo que uno busca, por ejemplo, regresar de la soledad. Otras, es como un brusco cambio de temperatura, como salir al frío o a la borrasca después de una velada tibia y prolongada. Y a veces, el viaje nos desubica tanto, que hasta puede agradarnos. Estamos lejos, nos encontramos ajustándonos al tiempo de otros, al reclamo natural de los compromisos, a los avatares inesperados. También hallamos esos espacios donde trascendemos lo habitual, en los que podemos volar sin mucho peso y sentirnos ligeros, casi ingrávidos.
Con el retorno podemos traernos instantes para guardarlos y momentos para recordarlos y armarlos tarde, por la noche, cuando arrecia el latigazo del insomnio. Podemos tener conversaciones que era importante tener, o insustanciales, como comprar ese café que no existe en la ciudad donde uno vive ahora. Rememorar lugares que uno no había descubierto en el viaje anterior y que se suman al repertorio de la memoria. Aromas y personajes que dan cuenta, una vez más, de cuán ancho y diverso es siempre este mundo.
Otras veces, el retorno agrega en la mochila de la vida pesos que no queríamos, tristezas que hubiéramos preferido evitar, experiencias que nos recuerdan la fragilidad y la inquina que han invadido todos los territorios del mundo. Recordatorios de lo fugaz que es la condición humana, tan cambiante, siempre impredecible. Nos traemos de regreso la constatación de que hay cosas que nunca cambian y otras... que siempre están cambiando. El retorno nos recuerda que no hay nada nuevo bajo el sol. Volvemos a encontrarnos con las mismas cosas donde quiera que vayamos, no importa cuán lejos sea.
Sin embargo, y es una gran alegría, caemos en la cuenta de que hay algo en las criaturas humanas que uno todavía quiere seguir amando y espera la manifestación de las mejores cosas que todos sueñan lograr alguna vez.
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