La Práctica de la Presencia de Dios -
1ª Conversación de Nicolás Herman, el Hermano
Lorenzo, con Fray José de Beaufort, representante del arzobispado local de un
monasterio de Francia hace más de 300 años.
En cuatro conversaciones y quince cartas, muchas de las cuales fueron escritas a una monja amiga del Hermano Lorenzo, encontramos una manera directa de vivir en la presencia de Dios, que hoy, trescientos años después, sigue siendo práctica.
Vi
al Hermano Lorenzo por primera vez el 3 Agosto de
1666. Me dijo que Dios le había hecho un favor singular cuando se convirtió a la edad de dieciocho años. Durante
el invierno, viendo un árbol despojado de su follaje, y considerando que al cabo de poco tiempo volverían a
brotar sus hojas, y después aparecerían las flores y los frutos, el Hermano Lorenzo recibió una visión de la
Providencia y el Poder de Dios que nunca se borró de su alma. Esta visión le liberó totalmente del mundo, y
encendió en él un gran amor a Dios. Tan grande fue ese amor, que no podía afirmar que hubiera aumentado en
los cuarenta años transcurridos desde entonces.
El Hermano Lorenzo dijo que había servido a M. Fieubert,
el tesorero, pero con tanta torpeza que rompía todo. Deseaba ser recibido en un monasterio pensando que
allí podría cambiar su torpeza y las faltas que había cometido por una vida más despierta. Allí ofrecería la
vida y sus placeres como un sacrificio a Dios, pero Dios le había desilusionado, porque lo único que había
encontrado en ese estado era insatisfacción.
Deberíamos afirmar nuestra vida en la realidad de la Presencia de
Dios, conversando continuamente con Él. Sería algo vergonzoso dejar de conversar con Él para pensar en
insignificancias y tonterías. Deberíamos alimentar y nutrir nuestra alma llenándola con pensamientos
enaltecidos acerca de Dios, y eso nos colmará del gran gozo de estar dedicados a Él. Debemos acrecentar y dar
vida a nuestra fe. Es lamentable que tengamos tan poca fe. En lugar de permitir que la fe gobierne su
conducta, los hombres se entretienen con devociones triviales, que van cambiando diariamente.
El Hermano
Lorenzo decía que el camino de la fe es el espíritu de la Iglesia, y que es suficiente para llevarnos a un
alto grado de perfección. Que deberíamos entregarnos a Dios tanto en las cosas temporales como en las
espirituales, y buscar nuestra satisfacción solamente en el cumplimiento de su voluntad, ya sea que Él nos
conduzca a través del sufrimiento o lo haga a través de la consolación. Todo debería ser igual para un alma
verdaderamente entregada a Él. Decía que necesitamos fidelidad en la oración en momentos de sequedad
espiritual, en momentos de insensibilidad y de tedio, cosas estas por medio de las cuales Dios prueba nuestro amor a Él; esos
momentos son propicios para que hagamos buenos y eficaces actos de entrega, actos que uno debería repetir
frecuentemente para facilitar nuestro progreso espiritual. Decía que aunque diariamente oía acerca de
las miserias y los pecados que hay en el mundo, él estaba muy lejos de sorprenderse de ellos; que, por el contrario,
estaba sorprendido de que no hubiera más maldad, considerando las iniquidades de que eran
capaces los pecadores. Él,
por su parte, oraba por ellos. Pero sabiendo que Dios podía remediar el daño que ellos
hacían cuando a Él le placiera, él no se dejaba vencer por preocupaciones como éstas.
Decía que para llegar a la entrega que Dios requiere de cada uno, debemos vigilar atentamente todas las
pasiones, que se mezclan tanto con las cosas espirituales como con aquellas que son de una naturaleza más
burda. Si verdaderamente deseamos servir a Dios, Él nos dará luz con respecto a esas pasiones.
Al final de
esta primera conversación, el Hermano Lorenzo me dijo que si el propósito de mi visita era discutir
sinceramente sobre cómo servir a Dios, podría ir a verle tantas veces como quisiera, sin temor de ser molesto. Pero
si no era así, entonces no debía visitarle más.
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