domingo, 13 de octubre de 2013

El precio de la oración - Devocional aliento - Vídeo

Sambo fue un esclavo negro que vivió en el Sur de los Estados Unidos. Era un Cristiano muy alegre y un fiel sirviente, pero su amo al encontrarse escaso de dinero, se vio en la necesidad de venderle. En una ocasión llegó a la casa del amo de Sambo, un joven dueño de una plantación para comprarle.
Este joven era inconverso, era un impío, y después de haber acordado el precio de Sambo, el esclavo Cristiano fue vendido a su nuevo dueño.
Al despedirse del joven, el antiguo amo dijo: 
—Se va a dar usted cuenta que Sambo es un trabajador excelente y digno de toda confianza; le complacerá a usted en todo excepto en una cosa.
—¿Cuál es esa cosa?, preguntó el nuevo amo.

—-Que le gusta mucho orar y nunca podrá usted quitarle esa inclinación a Sambo, ese es su único defecto.
—Pues pierda usted cuidado, porque pronto le quitaré ese defecto a latigazos, recalcó el impío.
—No temo nada, dijo el antiguo amo, pero le aconsejo a usted que no lo haga, sería inútil; Sambo preferirá morir a dejar de orar.
Sambo probó su fidelidad al nuevo amo de la misma manera que lo había hecho con el anterior; pero pronto llego a oídos de su nuevo amo que Sambo había estado orando. Le mandó llamar y le dijo:  
-Sambo, no debes volver a orar jamás; aquí no nos gusta tener a nadie que ore; ¡con que a trabajar! y ya sabes que no quiero volver a saber que te ocupas de tales tonterías.  
—Señor amo, tengo que orar a Jesús; cuando oro, amo más a usted y a mi ama y además puedo trabajar más duro para ustedes.
Pero seria y terminantemente le fue prohibido orar, bajo pena de una buena azotaina.

Aquella tarde, cuando el trabajo del día había tocado a su fin, Sambo habló con su Dios como lo hizo el Daniel de la antigüedad, y a la mañana siguiente fue llamado a comparecer ante su amo, quien disgustadísimo le preguntó por qué le había desobedecido.
—Señor amo, necesito orar; es que sin la oración no puedo vivir, dijo Sambo. Al oír ésas palabras, el amo montó en cólera y ordenó al esclavo que se despojara de la camisa, y a otros les dijo que le ataran al poste donde acostumbraban castigar a latigazos a los esclavos. Entonces él mismo tomó el látigo y con toda la fuerza de la que es capaz un hombre enfurecido, golpeó tanto al pobre Sambo que la misma esposa del amo le rogó con lágrimas en los ojos, que dejara de flagelarle.
El hombre estaba tan furioso, que hasta amenazó a su esposa con castigarla si se empeñaba en no dejarle, y luego siguió pegando a Sambo hasta que se le acabaron las fuerzas. Después mandó que le lavaran las heridas de la espalda sangrienta con agua salada; le volvieron a dejar ponerse su camisa y le mandaron seguir trabajando. Aunque sus dolores eran indecibles, Sambo se fue a sus labores cantando con voz dolorida: “No hay tristeza en el cielo, ni llanto, ni amargo dolor. Estar con Cristo es mi anhelo porque Él es mi buen Salvador,”
Sambo trabajó duramente aquel día, aunque la sangre se filtraba de su espalda herida donde el látigo había dejado profundos surcos. Pero Dios estaba obrando en el corazón de su amo. Se puso a recapacitar en su maldad y crueldad tan refinada para con aquel pobre esclavo, cuya única falta había sido su fidelidad. Y se apodero de él un remordimiento tremendo; apesadumbrado e inquieto se fue a tratar de dormir, pero no pudo conciliar el sueño por más esfuerzos que hizo para ello.
Era tal su agonía que a media noche tuvo que despertar a su esposa y le dijo que se estaba muriendo. Entonces su esposa le dijo: 
—¿Quieres que vaya y traiga al doctor?
—No, no; no quiero que venga ningún doctor. ¿Hay alguno aquí en la plantación que pueda orar por mí?, dijo el esposo. —Creo y me temo que me voy al infierno.
—Pues no sé de nadie que pueda hacerlo, dijo su esposa, excepto del pobre Sambo a quien castigaste tan duramente esta mañana.
—¿Crees que vendría para orar por mí?, preguntó ansiosamente.
—SÍ, creo que lo haría, contestó ella.
—Entonces manda traerlo inmediatamente, dijo el amo.
Encontraron a Sambo arrodillado y orando a Dios. Cuando le sorprendieron en esa actitud, éste pensó que le iban a castigar de nuevo, pero al llegar al dormitorio de su amo fue grande su pena al verle retorcerse de agonía.
Quejándose amargamente el amo dijo: 
-Sambo, ¿quieres orar por mí?
—¡Cómo no! ¡Bendito sea Dios!, señor amo; he estado orando por usted toda la noche, y al decir esas palabras cayó de rodillas y como el Jacob de la antigüedad, rogó a Dios en oración. Antes de romper el alba, el amo se fue recuperando y Sambo fue testigo de la conversión de él y de su ama.
El amo y el esclavo se abrazaron. La diferencia de razas y la crueldad pasadas cayeron como por encanto ante el amor de Dios y unas lágrimas de gozo se asomaron en aquella ocasión.
Inmediatamente, Sambo fue puesto en libertad y ya no tuvo que trabajar en la plantación. El amo se llevó a Sambo y se fueron a predicar el evangelio. Viajaron por todos los estados del Sur, siendo testimonios del poder de Cristo para salvar a todos.

Tal es el poder del amor de Dios en el alma, donde Cristo mora. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y ha enviado a su Hijo en propiciación por nuestros pecados.” 1 Juan 4:10.

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