lunes, 28 de octubre de 2013

El Poder de las Palabras - Devocional

Ted Stallard era sin duda el peor de los alumnos: sin ningún interés por la escuela, descuidado, con la ropa siempre arrugada, siempre despeinado, en fin, uno de esos chicos del colegio de cara impasible, de mirada inexpresiva, fría y distraída. 
Cuando la señorita Thompson le hablaba, Ted siempre respondía con monosílabos. Poco atractivo, sin motivación, con una actitud distante,... no resultaba fácil quererle.

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Aunque su maestra decía que quería a todos los de la clase por igual, interiormente no era del todo sincera. Cada vez que corregía los trabajos de Ted, experimentaba un cierto placer perverso poniendo un “tachón”, al lado de las respuestas incorrectas. 
Pero un día decidió indagar un poco más. Buscó el expediente de Ted y leyó lo que otros maestros habían escrito sobre él. En el expediente estaba escrito: 1º grado: “Ted promete en su trabajo y su actitud, pero tiene una mala situación familiar”; 2º grado: “Ted podría dar más, pero la madre está muy enferma. Recibe poca ayuda de su casa”; 3º grado: “Ted es un buen chico, pero demasiado serio. Aprende lentamente. Su madre murió el curso pasado”; 4º grado: “Ted es muy lento, pero se porta bien. Su padre muestra poco interés por él”.
La señorita Thompson se dio cuenta del problema y se avergonzó de sí misma. Y aún se sintió peor cuando sus estudiantes le llevaron sus regalos de Navidad, bien envueltos en preciosos papeles brillantes, excepto el de Ted. Su regalo estaba mal envuelto en un papel grueso de color marrón, que obtuvo de una bolsa de alimentos y pegado con cinta adhesiva.

Sobre el papel simplemente estas palabras: “Para la Srta. Thompson, de Ted”. Ella se sorprendió de que le hubiera llevado un regalo. Cuando lo abrió, apareció una pulsera recargada de piedras falsas, a la cual le faltaban la mitad de las cuentas y una botella de un cuarto de litro, lleno de perfume malo.
Los otros chicos empezaron a burlarse de los regalos de Ted, pero la señorita Thompson tuvo el suficiente sentido común, como para hacer que se callaran de inmediato. Poniéndose la pulsera y echándose un poco de colonia en la muñeca, levantó la mano para que los demás chicos olieran y dijo: “¡Huele muy bien!”
Al final del día, cuando terminó la clase y los otros chicos se habían ido, Ted se acercó a la mesa y dijo: “Señorita Thopmson… señorita, huele igual que mi madre… y la pulsera de ella también le queda muy bonita. Me alegra que le gustaran mis regalos”.
Al día siguiente, cuando los chicos llegaron al colegio, les recibió una maestra nueva, ya no estaba allí. La señorita Thompson se había convertido en otra persona. Ya no era sólo una maestra, era una persona comprometida con la comunicación constructiva. Había pasado a ser una persona empeñada en querer a sus chicos y en hacer por ellos cosas que trascendieran su presencia. Ayudaba a todos sus alumnos, pero especialmente a los más lentos, y sobre todo a Ted Stallard. A finales del curso lectivo Ted había mejorado notablemente. Estaba a la altura de la mayoría de sus compañeros y hasta aventajaba a algunos.
Durante mucho tiempo no supo nada de Ted. Hasta que un día recibió una nota que decía: “Querida Señorita Thompson: Quería que fuera la primera en saberlo: Voy a terminar segundo de la clase. Cariños, Ted Stallard”.
Cuatro años después, llegó otra nota: “Querida Señorita Thompson: Acaban de decir que tengo el primer, el mejor promedio de mi promoción. Quería que lo supiera antes que nadie. La universidad no fue fácil, pero me gustó. Cariños, Ted Stallard”.
Y cuatro años más tarde: “Querida Señorita Thompson: Ahora ya soy Teodoro Stallard, médico. ¿Qué le parece? Quería que usted fuese la primera en saber que me caso el mes que viene, el 27 para ser más exacto. Quiero que venga y se siente donde se habría sentado mi madre si viviera. Usted es mi única familia ahora. Papá murió el año pasado. Cariños, Ted Stallard”.
La señorita Thompson fue a la boda y se sentó donde se habría sentado la madre de Ted. Merecía sentarse allí porque sus palabras le habían otorgado ese privilegio. Algo que Ted no olvidaría nunca.
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Nuestras palabras son poderosas. Salomón dijo: En la lengua hay poder de vida y muerte; quienes la aman comerán de su fruto.”
La Madre Teresa de Calcuta dijo: “Las palabras amables pueden ser breves y fáciles de pronunciar, pero sus resonancias son en verdad infinitas”.
De manera, que esta semana comprométete a darle vida a los demás con tus palabras, ya que éstas tienen un profundo impacto en aquellos que nos rodean.

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