El anciano entró lentamente al restaurante. Con la cabeza inclinada y los hombros inclinados hacia delante, se apoyaba en su fiable bastón a cada pisada lenta que hacía.
Su desaliñado abrigo de tela, pantalones parcheados, zapatos desgastados, y su cálida personalidad le hacían sobresalir en medio de la acostumbrada multitud, de quienes desayunaban el sábado por la mañana. Inolvidables eran sus pálidos ojos azules que centelleaban como diamantes, sus grandes y rosadas mejillas, y sus delgados labios mantenidos en una cerrada y firme sonrisa.
Se detuvo, volteó todo su cuerpo y guiñó el ojo a una niñita sentada junto a la puerta. Ella le devolvió la mirada con una gran sonrisa. Una joven camarera, llamada María, le vio dirigirse hacia la mesa sita junto a la ventana. María corrió hacia él y le dijo: “Aquí, Señor. Permítame ayudarle con esa silla”.
Sin decir palabra, él sonrió y se lo agradeció con la cabeza. Ella alejó la silla de la mesa y, sujetándole con un brazo, le ayudó a colocarse frente a la silla y a sentarse cómodamente. Entonces, ella le acercó la mesa y colocó su bastón contra la misma, donde él pudiese alcanzarla.
Con una suave y clara voz, él dijo: “Gracias, señorita. Y que Dios la bendiga por su bondadoso gesto”. “Gracias a usted, Señor”, contestó ella. "Y mi nombre es María. Vuelvo en un momento, y si necesita algo entretanto, ¡tan sólo hágame señas!”
Tras acabar su generosa porción de tostadas, tocino y té de limón caliente, María le trajo el cambio de su cuenta. Él lo dejó en la mesa. Ella le ayudó a levantarse de su silla, de detrás de la mesa le dio su bastón, y le acompañó a la puerta principal. Manteniendo la puerta abierta para él, ella le dijo: “¡Le esperamos de vuelta, señor!” Se volvió con todo su cuerpo, gesticuló una sonrisa y cabeceó agradecido. “Usted es muy bondadosa”, dijo suavemente.Cuando María fue a limpiar su mesa, casi se desmayó. Debajo de su plato, halló una tarjeta de presentación con una notita escrita en una servilleta. Bajo la servilleta había un billete de cien dólares. La nota en la servilleta decía: “Querida María, la respeto mucho y Ud. se respeta a sí misma también. Es evidente por la manera en que trata a los demás, que Ud. ha hallado el secreto de la felicidad. Sus gestos bondadosos brillarán a través de los que le conozcan”.
El hombre que ella había atendido era el dueño del restaurante en el que trabajaba. Esta fue la primera vez que ella o alguno de sus empleados le vieron en persona.
Esta historia se basa en hechos verídicos verificados por un amigo de St. Paul, Minnesota. La nota cita las palabras exactas en una servilleta que ella ha guardado en su álbum de fotos durante quince años.
No sabemos con quién nos podemos encontrar, una sorpresa podría esperarnos. Ofrezcamos hoy a todos una sonrisa porque la sorpresa pudiera estar a la vuelta de la esquina.
Bienaventurados los que guardan sus testimonios, Y con todo el corazón le buscan. Salmo 119:2
Ahora, pues, hijos, oídme, Y bienaventurados los que guardan mis caminos. Proverbios 8:32
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