"El caso es que la ceremonia de clausura de los Juegos Olímpicos había concluido. Los espectadores y participantes empezaban a abandonar el estadio. Ya había anochecido cuando, de repente, por los altavoces del estadio se pidió a los pocos asistentes que aún quedaban, que se sentasen.
¿Qué sucedía?… Pues que John Stephen Akhwari, se acercaba lentamente en la oscuridad. Entró renqueando al estadio olímpico, dando muestras evidentes de un dolor que le punzaba en una de sus sangrantes piernas. John cruzó prácticamente andando el túnel. No podía más; se había caído más o menos en el Km.19, golpeándose la rodilla y, como se pudo comprobar en la revisión médica posterior, dislocándose un hombro.
Le quedaban ya los 400 metros finales de la maratón.
Una vez cruzada la meta, un periodista le preguntó: ¿Por qué después de la caída, con el dolor que sentía y sin opciones de lograr una posición relevante, decidió seguir en la competición?
Amigos y amigas, queridos hermanos: la actitud de dicho atleta debe ser aplicable a la carrera de nuestra existencia: habrá muchos obstáculos, muchas circunstancias negativas en el camino, que nos estimularán a abandonar el propósito que Dios tiene para nuestra vida: contratiempos, infortunios, adversidades, reveses económicos, falta de salud, etc., pero aún así, nuestro paso no debe suspenderse, debemos avanzar hasta el final. No importa el lugar en el que lleguemos; lo sustancial será siempre llegar.
Podríamos entonces, acomodar la frase de este esforzado atleta, señalando también que Dios no nos ha enviado a este mundo a iniciar una carrera, sino a terminarla.
“Por tanto, también nosotros, que estamos rodeados de una multitud tan grande de testigos, despojémonos del lastre que nos estorba, en especial del pecado que nos asedia, y corramos con perseverancia la carrera que tenemos por delante”
(Hebreos 12:1).
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