En estas fechas siempre viene a mi mente el recuerdo de un buen amigo. Alguien con quien, durante la infancia y pubertad, compartí el mismo salón de clases, los mismos juguetes, y los mismos castigos.
Con este amigo, del cual me reservo su nombre, tenía en común el hecho de ser hijos únicos; eso determinó que nos sintiéramos como hermanos y socios de la vida, imbuidos de nuestros inocentes sueños de ser algún día como Batman y Robin, Benitín y Eneas, Viruta y Capulina. Por el momento solo éramos uña y carne, bueno, uña y mugre.
Casi todo lo compartimos: el lápiz, el borrador y la hoja para el examen; las galletas con atún, el pedazo de panetela (raspadura) y una fruta ácida llamada membrillo que solíamos llevar al recreo. Si alguien deseaba localizarnos, era fácil, pues siempre estábamos juntos, pegados como pegamento, ya sea haciendo las tareas escolares, ya pateando la pelota de trapo, ya pagando la penitencia de barrer el extenso patio de la escuela .
Juntos mojamos a las chicas en carnaval; juntos nos emocionamos hasta el llanto al asistir a las películas sobre la vida, pasión y muerte de Jesucristo; juntos buscábamos entrar gratis al estadio o al circo; juntos limpiamos zapatos y vendimos caramelos; juntos nos ilusionamos de la misma profesora, dibujándole corazones en la puerta de la casa.
Pero el tiempo pasó y llegó el día inevitable en que cada uno debió tomar el tren que nos llevaría a la vida adulta: yo al país de los dibujos y las letras; él al oscuro barrio de las drogas, el cual le sirvió como atajo para el viaje final hacia la muerte.
Cada vez que le recuerdo, lo hago con nostalgia pero también con gratitud, porque fue el primero que en la práctica me enseñó que el verdadero amigo es incondicional y solidario, aquél que nos acepta por lo que somos, no por lo que tenemos; el que nos auxilia en los tropiezos y nos alienta a restaurarnos; el que no nos juzga, aplaca nuestros temores, nos habla con verdad; recrimina en privado nuestros errores y exalta en público nuestros aciertos.
El vacío que provocó en mi vida la partida eterna de dicho amigo, me pareció que jamás podría llenarlo; sin embargo, desde hace unos nueve años he sido inmerecidamente compensado con la presencia de otro amigo. Un amigo único, incondicional, en quien he hallado respuestas a mis dudas, alivio a mis pesares, y esperanza a mis desalientos; amén de consuelo, consejo y alegría… Aparte de ello, pese a que intenté negarle y abandonarle, pese a no haber sido recíproco con su amistad, pues le he fallado y le he ofendido constantemente, Él se ha mantenido fiel, firme en su compromiso conmigo; no me ha dado la espalda, más bien me ha perdonado y ha permitido que nuestra relación se restaure las veces que sean necesarias.
¡Quién habría de pensarlo! Este nuevo amigo es precisamente aquél al que se referían las películas, que cuando era chico vi con mi anterior amigo; aquellas películas que nos emocionaron hasta el llanto sobre su vida, pasión y muerte. Obviamente, este amigo con el que ahora intento caminar, y quien, según me ha revelado, jamás me dejará por drogas ni por muerte, se llama Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario